Octavio Paz

 

LOS SIGNOS EN ROTACIÓN

Por Octavio Paz

 

Imagen de Escher donde las manos rotan y giran como los signos poéticos en la reflexión ensayística de Octavio Paz.

 

 

   En los comienzos, en las culturas antiguas, la poesía era palabra mágica. Puente vibratorio entre los humanos y los dioses, entre los humanos y los animales y las rocas, los árboles, los desiertos y los mares. En el comienzo la poesía era religión, reunión del hombre y la amplitud inalcanzable del cosmos. Pero la poesía posee una historia, no es sólo un alado poder atemporal. Durante su periplo histórico cada cultura le otorga al poema un nuevo destino. En la modernidad, la poesía se piensa así misma. El poema mismo es poesía sobre la poesía. Esto acontece con Holderlin. O Rimbaud. Con el poeta alemán, lo poético aún no resigna su condición de inspirada espiral rítmica hacia la profundidad del ser. Holderlin lamenta la huida de los dioses, la distancia de la Grecia ideal, la noche oscura que abraza y estruja a una modernidad sin percepción de lo divino. Con Rimbaud, la poesía asume su postración histórica, su realidad de palabra acorralada por la ebullición del progreso, del economicismo y la pontificación de la ciencia. Rimbaud medita ya en la posible muerte del canto poético. Rimbaud corre bajo el cielo donde la poesía es ave de lo sagrado que cae herida. En lo moderno, el poeta es atenazado a veces por el sordo infierno de la confusión y el olvido de su propia misión. Pero los signos poéticos aún rotan, giran. Es la continuidad del arco y la lira. El poeta y su voz aún no han concluido. En esta convicción brota el ensayo del gran escritor mexicano Octavio paz, "Los signos en rotación".

En este nuevo momento de Textos olvidados de Temakel, presentamos cuatro momentos de fundamental significación del ensayo del célebre creador de la brillante nación mexicana. Es por lo tanto una versión parcial. Para su lectura integral y para la ampliación de esta temática recomendamos acudir a El arco y la lira, editorial Fondo de Cultura Económica.

En la poesía aún giran los misterios, los vacíos y alturas. Que hechizan al poeta.

Esteban Ierardo

 

LOS SIGNOS EN ROTACIÓN

Por Octavio Paz


1. Poesía, infierno y revolución

La historia de la poesía moderna es la de una desmesura. Todos sus grandes protagonistas, después de trazar un signo breve y enigmático, se han estrellado contra la roca. El astro negro de Lautréamont rige el destino de nuestros más altos poetas. Pero este siglo y medio ha sido tan rico en infortunios como en obras: el fracaso de la aventura poética es la cara opaca de la esfera; la otra esta hecha de la luz de los poemas modernos. Así, la interrogación sobre las posibilidades de encarnación de la poesía no es una pregunta sobre el poema sino sobre la historia: ¿es quimera pensar en una sociedad que reconcilie al poema y al acto, que sea palabra viva y palabra vivida, creación de la comunidad y comunidad creadora? ...Esta pregunta es la pregunta. Desde el alba de la edad moderna, el poeta se la hace sin cesar- y por eso escribe; y la Historia tambien, tambien sin cesar, la rechaza- contesta con otra cosa. Yo no intentaré responderla. No podría. Tampoco puedo quedarme callado. Aventuro algo que es una opinión y menos que una certidumbre: una creencia. Es una creencia alimentada por lo incierto y que en nada se funda sino en su negación. Busco en la realidad ese punto de intersección, centro fijo y vibrante donde se anulan y renacen sin tregua las contradicciones... Corazón-manantial.

 La pregunta contiene dos términos antagónicos y complementarios... no hay poesía sin sociedad pero la manera de ser social de la poesía es contradictoria: afirma y niega simultáneamente al habla, que es palabra social; no hay sociedad sin poesía, pero la sociedad no puede realizarse nunca como poesía, nunca es poética. A veces los dos términos aspiran a desvincularse. No pueden. Una sociedad sin poesía carecería de lenguaje: todos dirían la misma cosa o ninguno hablaría, sociedad trashumana en la que todos serían uno  o cada uno sería un todo autosuficiente. Una poesía sin sociedad sería un poema sin autor, sin lector y, en rigor, sin palabras. Condenados a una perpetua conjunción que se resuelve en instantánea discordia, los dos términos buscan una conversión mutua; poetizar la vida social, socializar la palabra poética. Trasnformación de la sociedad creadora, en poema vivo; y del poema en vida social, en imagen encarnada.

 Una comunidad creadora sería aquella sociedad universal en la que las relaciones entre los hombres, lejos de ser una imposición de la necesidad exterior, fuesen como un tejido vivo, hecho de la fatalidad de cada uno al enlazarse con la libertad de todos. Esa sociedad sería libre porque, dueña de sí, nada excepto ella misma podrías determinar; y solidadria porque la actividad humana no consistiría, como hoy ocurre, en la dominación de unos sobre otros (o en la rebelión contra ese dominio) sino que buscaría el reconocimiento de cada uno por sus iguales o, más bien, por sus semejantes. La idea cardinal del movimiento revolucionario de la era moderna es la creación de una sociedad universal que, al abolir las opresiones, despliegue simultáneamente la identidad o semejanza original de todos los hombres y la radical diferencia o singularidad de cada uno. El pensamiento poético no ha sido ajeno a las vicisitudes y conflictos de esta empresa literalmente sobrehumana. La gesta de la poesía de Occidente, desde el romanticismo alemán, ha sido la de sus rupturas y reconciliaciones con el movimiento revolucionario. En un momento o en otro, todos nuestros grandes poetas han creído que en la sociedad revolucionaria, comunista o libertaria, el poema cesaría de ser ese núcleo de contradicciones que al mismo tiempo niega y afirma la historia. En la nueva sociedad la poesía sería al fin práctica.

  La conversión de la sociedad en comunidad y la del poema en poesía práctica no están a la vista. Lo contrario es lo cierto: cada día parecen más lejanas. Las previsiones del pensamiento revolucionario hoy se han cumplido o se han realizado de una manera que es una afrenta a las supuestas leyes de la historia. Ya es un lugar común insistir sobre la palpable discordia entre la teoría y la realidad. No tengo más remedio que repetir, sin ninguna alegría, for the sake of de argument, algunos hechos conocidos por todos: la ausencia de revoluciones en los países que Marx llamaba civilizados y que hoy se llaman industriales o dearrollados; la existencia de régimen revolucionarios que ha abolido la propiedad privada de los medios de producción sin abolir por tanto la explotación del hombre ni las diferencias de clase, jerarquía o función; la sustitución casi total del antagonismo clásico entre proletarios y burgueses, capital y trabajo, por una doble feroz contradicción; la oposición entre paisajes ricos y pobres y las querellas entre Estados y grupos de Estados que se unen o separan, se alían o combaten movidos por las necesidades de la hora, la geografía y el interés nacional, independientemente de sus sistemas sociales y de las filosofías que dice profesar. Una descripción de la superficie de la sociedad contemporánea debería comprender otros rasgos no menos turbadores: el agresivo renacimiento de las particularismos raciales, religiosos y linguísticos al mismo tiempo que la dócil adopción de formas de pensamiento y conducta erigidas en canón universal por la propaganda comercial y política; la elevación del nivel de vida y la degradación del nivel de la vida; la soberanía del objeto y la deshumización de aquello que lo producen y lo usan; el predominio del colectivismo y la evaporación de la noción de prójimo. Los medios se han vueltos fines: la política económica en lugar de la economia política; la educación sexual, y no el conocimiento por el erotismo; la perfección del sistema de comunicaciones y la anulación de los interlocutores; el triunfo del signo sobre el significado en las artes y, ahora, de la cosa sobre la imagen...Proceso circular: la pluralidad se resuelve en uniformidad sin suprimir la discordia entre las naciones ni la escisión en las conciencias; la vida personal, exaltada por la publicidad, se disuelve en vidas anónima; la novedad diaria acaba por ser repetición y la agitación desemboca en la inmovilidad. Vamos de ningún lado a ninguna parte. Como el movimiento en el círculo, decia Raimundo Lulio, así es la pena en el infierno.

Tal fue Rimabud el primer poeta que vio, en el sentido de percibir y en el de videncia, la realidad presente como la forma infernal o circular del movimiento. Su obra es una condenación de la sociedad moderna, pero su palabra final, Une saison en enfer, también es una condenación de la poesía. Para Rimbaud el nuevo poeta crearía un lenguaje universal, del alma para el alma, que en lugar de ritmar la acción la anunciaría. El poeta no se limitaría a expresar la marcha hacia el progreso sino que sería vraiment un multiplicateur de progrés. La novedad de la poesía, dice Rimbaud, no está en las ideas ni en las formas, sino en su capacidad de definir la quantite d'inconnu s'eveillant en son temps dan l'ame universelle. El poeta no se limita a descubrir el presente; despierta al futuro, conduce el presente al encuentro de lo que viene: cet avenir sera materialiste. La palabra poética no es menos "materialista" que el futuro que anuncia: es movimiento que engendra movimiento, accion que transmuta el mundo material. Animada por la misma energía que mueve la historia, es profecía y consumación efectiva, en la vida real, de esta profecía. La palabra encarnada, es poesía práctica. Une saison en enfer condena todo esto. La alquimia del verbo es un delirio: viellerie poétique, hallucination, sophisme de la folie. El poeta renuncia a la palabra. No vuelve a su antigua creencia, el cristianismo, ni a los suyos; pero antes de abandonarlo todo, anuncia un singular Noel sur la tierre: le travail nouvedau, la sagesse nouvelle, la fuite des tyrans et des démons, la fin de la superstition. Es el adiós al mundo viejo y a la esperanza de cambiarlo por la poesía: Je dois enterrer mon imagination. La crónica del infierno se encierra con una declaración enigmática: Il faut etre absolument moderne. Cualquier que sea la interpretación que se dé a esta frase, y hay muchas, es evidente que modernidad se opone aquí a alquimia del verbo. Rimbaud no exalta ya la palabra, sino la acción; point de cantiques. Después de Une saison en enfer no se puede escribir un poema sin vencer un sentimiento de verguenza: ¿no se trata de un acto irrisorio o, lo que es peor, no se incurre en una mentira? Quedan dos caminos, los dos intentados por Rimabud: la acción ( la industria, la revolución) o escribir ese poema final que sea también el fin de la poesía, su negación y culminación. Se ha dicho que la poesía moderna es poema de la poesía. Tal vez esto fue verdad en la primera mitad del siglo XIX; a partir de Une saison en enfer nuestros grandes poetas han hecho de la negación de la poesía la forma más alta de la poesía, crítica del lenguaje y el significado, crítica del poema mismo. La palabra poética se sustenta en la negación de la palabra. El círculo se ha cerrado.

Nunca como en los últimos treinta años habían parecido de tal modo incompatibles la acción revolucionaria y el ejercicio de la poesía. No obstante, algo los une. Nacidos casi al mismo tiempo, el pensamiento poético moderno y el movimiento revolucionario se encuentran, al cabo de un siglo y medio de querellas y alianzas efímeras, frente al mismo paisaje: un espacio henchido de objetos pero deshabitado de futuro. La condenación de la tentativa de la poesía por encarnar en la historia alcanza también al principal protagonista de la era moderna: el movimiento revolucionario. Son las dos caras del mismo fenómeno. Esta condenación, por lo demás, es una exaltación; nos condena a nosotros, no a la revolución ni a la poesía. Resulta muy fácil hacer ahora una crítica del pensamiento revolucionario, especialmente de su rama marxista. Sus influencias y limitaciones están a la vista. ¿Se ha reparado en que son también las nuestras? Sus errores son los de la porción más osada y generosa del espíritu moderno, en su doble dirección: como crítica de la realidad social y como proyecto universal de una sociedad justa. Ni siquiera los crímenes del periodo "estalianiano" ni la degeneración progresiva del marxismo oficial, convertido en un maniqueísmo pragmatista, son algo ajeno a nosotros: son parte integrante de una misma historia. Una historia que nos engloba a todos y que entre todos hemos hecho. Aunque la sociedad que previa Marx está lejos de ser una realidad de la historia, el marxismo ha penetrado tan profundamente en la historia que todos, de una manera u otra, a veces sin saberlo, somos marxistas. Nuestros juicios y categorías morales sobre el presente o sobre la justicia, la paz o la guerra, todo, sin excluir nuestras negaciones del marxismo, está impregnado de marxismo. Este pensamiento es ya parte de nuestra sangre intelectual y de nuestra sensibilidad moral.

  La situación contemporánea tiene cierta semejanza con la de los filósofos medievales que no tenían más intrumento para definir al Dios judeo-cristiano, Dios creador y personal, que las nociones de la metafísica de Aristóteles sobre el ente y el ser. (Si Dios, la idea de Dios, ha muerto, murió de muerte filosófica: la filosofía griega). La crítica del marxismo es indispensable, pero es inseparable de la del hombre moderno y debe ser hecha con las misma ideas críticas del marxismo. Para saber lo que está vivo y lo que está muerto en la tradición revolucionaria, la sociedad contemporánea debe examinarse a sí misma. Ya Marx hacia dicho que el cristianismo no pudo "hacer comprender en forma objetiva las mitologías anteriores más que realizando su propia crítica", y que "la economía antigua y oriental hasta el momento en que la sociedad burguesa emprendió la crítica de sí misma" (Introducción general a la crítica de la economía política).

En el interior del sistema marxista, por lo demás, están los gérmenes de la destrucción creadora: la dialéctica y, sobretodo, la fuerza de abstracción, como llamaba Marx al análisis social, aplicada hoy a un sujeto real e históricamente determinado: la sociedad del siglo XX. 

 

2. Poesía, técnica y modernidad

...En el Antiguedad el universo tenía una forma y un centro; su movimiento estaba regido por un ritmo cíclico y esa figura rítmica fue durante siglos el arquetipo de la ciudad, las leyes y las obras. El orden político y el orden del poema, las fiestas públicas y los ritos privados y aun la discordia y las transgresiones a la regla universal -eran manifestaciones del ritmo cósmico-. Después, la figura del mundo se ensanchó: el espacio se hizo infinito o transfinito; el año platónico se convirtió en sucesión lineal, inalcanzable; y los astros dejaron de ser la imagen de la armonía cósmica. Se desplazó el centro del mundo y Dios, las ideas y las esencias se desvanecieron. Nos quedamos solos. Cambió la figura del universo y cambió la idea que se hacia el hombre de sí mismo; no obstante, los mundos no dejaron de ser el mundo ni el hombre los hombres. Todo era un todo. Ahora el espacio se expande y disgrega; el tiempo se vuelve discontinuo; y el mundo, el todo, estalla en añicos. Dispersión del hombre, errante en un espacio que también se dispersa, errante en su propia dispersión. En un universo que se desangra y se separa de sí, totalidad que ha dejado de ser pensable excepto como ausencia o colección de fragmentos heterogéneos el yo también se disgrega. No es que haya perdido realidad ni que lo consideremos como una ilusión. Al contrario, su propia dispersión lo multiplica y lo fortalece. Ha perdido cohesión y ha dejado de tener un centro pero cada partícula se concibe como un yo único, más cerrado y obstinado en sí mismo que el antiguo yo. La dispersión no es pluralidad sino repetición: siempre el mismo yo que combate ciegamente a otro yo ciego. Propagación, pululación de lo idéntico.

  El crecimiento del yo amenza al lenguaje en su doble función: como diálogo y como monólogo. El primero se funda en la pluralidad; el segundo, en la identidad. La contradicción del diálogo consiste en que cada uno habla consigo mismo al hablar con los otros; la del monológo en que nunca soy yo, sino otro, el que escucha lo que me digo a mí mismo. La poesía ha sido siempre una tentativa por resolver esta discordia por medio de una conversión de los términos: el yo del diálogo en el tú del monólogo. La poesía no dice: yo soy tú; dice: mi yo eres tú. La imagen poética de la otredad. El fenómeno moderno de la incomunicación no depende tanto de la pluralidad de sujetos cuanto de la desaparición del tú como elemento constitutivo de cada conciencia. No hablamos con los otros porque no podemos hablar con nosotros mismos. Pero la multiplicación cancerosa del yo no es el origen sino el resutaldo de la pérdida de la imagen del mundo. Al sentirse sólo en el mundo, el hombre antiguo descubría su propio yo y, así, el de los otros. Hoy no estamos solos en el mundo; no hay mundo. Cada sitio es el mismo sitio y ninguna parte está en todas partes. La conversión del yo -en tu imagen que comprende todas las imágenes poéticas- no puede realizarse si antes el mundo no reaparece. La imaginación poética no es invención sino descubrimiento de la presencia. Descubrir la imagen del mundo en lo que emerge como fragmento y dispersión, percibir en lo uno o lo otro, será devolverle al lenguaje su virtud ,metafórica: darle presencia a los otros. La poesía: búsqueda de los otros, descubrimiento de la otredad. Si el mundo, como imagen, se desvanece, unn hueca realidad cubre a toda la tierra. La técnica es una realidad tan poderosamemte real -visible, palpable, audible, ubicua- que la verdadera realidad jha dejado de ser natural o sobrenatural: la industria es nuestro paisaje, nuestro cielo y nuestro infierno. Un templo maya, una catedral medieval o un palacio barroco eran algo más que monumentos; puntos sensibles del espacio y el tiempo, observatorios privilegiados desde los cuales el hombre podía contemplar el mundo y el trasmundo como un todo. Su orientación correspondía a una visión simbólica del universo; la forma y disposición de sus partes abrían una perspectiva plural, verdadero cruce de caminos visuales: hacia arriba y abajo, hacia los cuatro puntos cardinales. Punto de vista total sobre la totalidad. Esas obras no sólo eran una visión del mundo sino que estaban hechas a su imagen: eran una represetanción de la figura del universo, su copia o su símbolo. La técnica se interpone entre nosotros y el mundo, cierra toda perspectiva a la mirada.

  ...La técnica no es ni una imagen ni una visión del mundo; no es una imagen porque no tiene por objeto representar o reproducir a la realidad; no es una visión porque no concibe al mundo como figura sino como algo más o menos maleable para la volunrad humana. Para la técnica el mundo se presenta como resistencia, no como arquetipo: tiene realidad, no figura. Esa realidad no se puede reducir a ninguna imagen y es, al pie de las letras, inimaginable. El saber antiguo tenía por fin último la contemplación de la realidad, fuese presencia sensible o forma ideal; el saber de la técnica aspira a sustituir la realidad real por un universo de mecanismos. Los artefactos y utensilios del pasado estaban en el espacio; los mecanismos modernos lo alteran radicalmente. El espacio no sólo se puebla de máquina que tienden al automatismo o que son ya autómatas sino que es un campo de fuerzas, un mundo de energías y relaciones -algo muy distinto a esa extensión o superficie más o menos estable de las antiguas cosmologías y filosofías. El tiempo de la técnica es, por una parte, ruptura de los ritmos cósmicos de las viejas civilizaciones; por otra parte, aceleración y, a la postre, cancelación del tiempo cronométrico moderno... En suma, la técnica se funda en una negación del mundo como imagen. Y habría que agregar: gracias a esa negación hay técnica. No es la técnica la que niega la imagen del mundo; es la desaparición de la imagen del mundo lo que hace posible la técnica. 

3. El poema, Dios y religión

...La vida concreta es la verdadera vida, por oposición al vivir uniforme que intenta imponernos la sociedad contemporánea. Breton ha dicho: la véritable existence est ailleurs. Ese allá está aquí, siempre aquí y en este momento. La verdadera vida no se opone ni a la vida cotidiana ni a la heroica; es la percepción del relampagueo de la otredad en cualquier de nuestros actos, sin excluir a los más nimios. Con frecuencia se engloba a estos bajo un nombre a mi juicio inexacto: la experiencia espiritual. Nada permite afirmar que se trate de algo predominantemente espiritual; nada, además, hace pensar que el espíritu sea realmente distinto de la vida corpórea y a lo que, también con inexactitud, llamamos materia. Esas experiencias son y no son excepcionales. Ningún método exterior o interior - trátese de la meditación, las drogas, el erotismo, las prácticas ascéticas o cualquier otro medio físico o mental- puede por sí solo suscitar la aparición de la otredad. Es un don imprevisto, un signo que la vida hace a la vida sin que el recibirlo entrañe mérito o diferencia alguna, ya sea de orden moral o espiritual. Cierto, hay situaciones propicias y temperamentos más afinados pero aun en esto no hay regla fija. Experiencia hecha del tejido de nuestros actos diarios, la otredad es ante todo percepción simultánea de que somos otro sin dejar de ser lo que somos y que, sin cesar de estar en donde estamos, nuestro verdadero ser están en otra parte. Somos otra parte. En otro parte quiere decir: aquí, ahora mismo mientras hago esto o aquello. Y también: estoy solo y estoy contigo, en un no sé dónde que es siempre aquí. Contigo y aquí: ¿Quieres eres tú, quien soy yo, en dónde estamos cuando estamos aquí?

  Irreductible, elusiva, indefinible, imprevisible y constantemente presente en nuestras vidas, la otredad se confunde con la religión, la poesía, el amor y otras experiencias afines. Aparece con el hombre mismo, de modo que puede decirse que si el hombre se hizo hombre por otra del trabajo, tuvo conciencia de sí gracias a la percepción de su radical otredad: ser y no ser lo mismo que el resto de los animales. Desde el paleolítico inferior hasta nuestros días esa revelación ha nutrido a la magia, a la religión, a la poesía, al arte y asimismo a diario imaginar y vivir de hombres y mujeres. Las civilizaciones del pasado integraron en su visión del mundo las imágenes y percepciones de la otredad; la sociedad contemporánea los condena en nopmbre de la razón, la ciencia, la moral y la salud. Las prohibiciones actuales las desvían y deforman, les dan mayor virulencia, no las suprimen. Llamaría otredad una experiencia básica si no fuese porque consiste una suerte de vuelvo inmóvil, como si las bases del mundo y las de su propio ser se hubiese desvanecido.

  Aunque se trata de una experiencia más vasta que la religiosa y que es anterior a ella, el pensamiento racionalista la condena con la misma decisión con que condena a la religión. Tal vez no sea inútil repetir que la crítica moderna de la religión reduce lo divino judeo-cristiano a un Dios creador, único y personal. Olvida así que hay otras concepciones de lo divino, desde el animismo primitivo hasta el ateísmo de ciertas sectas y religiones orientales. El ateísmo occidental es polémico y antirreligioso; el oriental, al ignorar la noción de un dios creador, es una contemplación de la totalidad en la que los extremos entre dios y criatura se disipan. Por lo demás, a despecho de su antideísmo, nuestro ateísmo no es menos "religioso" que nuestro deísmo; una gran poeta francés, conocido por la violencia de sus conviciones antirreligosas, me dijo una vez: el ateísmo es un acto de fe. En esa frase, no desprovista de grandeza, hay como un eco de Tertuliano y aun de San Agustín. En fin, la idea misma de religión es una noción occidental abusivamente aplicada a las creencias de la otras civilizaciones. El Sanatana darma -que abraza a varias "religiones", algunas ateas como el sistema samkya- o el taoísmo difícilmente pueden llamarse religiones, en el sentido que se da en Occidente a esta palabra: no postulan ni una ortodoxia ni una vida ultraterrena...la experiencia de lo divino es más antrigua, inmediata y original que todas las concepciones religiosas. No se agota en la idea de un Dios personal ni tampoco en la de muchos: todas las deidades emergen de lo divino y a su seno regresan.

  Recordaré, por último, algo que muchas veces se ha dicho: al extirpar la noción de divinidad el racionalismo reduce al hombre. Nos libera de Dios pero nos encierra en un sistema aún más férreo. La imaginación humillada se venga y del cadáver de Dios brotan fetiches atroces: en Rusia y otros países, la divinización del jefe, el culto a la letra de las escrituras, la deificación del partido; entre nosotros, la idolatría del yo mismo. Ser uno mismo es condenarse a la mutilación, pues el hombre es apetito perpetuo de ser otro. La idolatría del yo conduce a la idolatría de la propiedad; el verdadero dios de la sociedad cristiana occidental se llama dominación sobre los otros. Concibe al mundo y los hombres como mis propiedades, mis cosas. El árido mundo actual, el infierno circular, es el espejo del hombre cercenado de su facultad poetizante. Se ha cerrado todo contacto con esos vastos territorios de la realidad que se rehúsan a la medida y a la cantidad, con todo aquello que es cualidad pura, irreductible a género y especie: la sustancia misma de la vida.

  La rebelión de los poetas románticos y la de sus herederos modernos no fue tanto una propuesta contra el destierro de Dios como una busqueda de la mitad perdida, descenso a esa región que nos comunica con lo otro. Por esto no encontraron lugar en ninguna ortodoxia y su conversión a esta o aquella creencia nunca fue total. Detrás de Cristo o de Orfeo, de Luzbel o de María, buscaba esa realidad de realidades que llamamos lo divino o lo otro. La situación de los poetas contemporáneos difiere en esto radicalmente. Heidegger lo ha expresado de una manera admirable: Llegamos tarde para los dioses y muy pronto para el ser; y agrega: cuyo iniciado poema es el hombre. El hombre es lo inacabado, aunque sea cabal en su misma inconclusión; y por eso hace poemas, imágenes en las que se realiza y se acaba sin acabarse del todo nunca. El mismo es un poema: es el ser siempre en perpetua posibilidad de ser completamente y cumpliéndose así en su no-acabamiento. Pero nuestra situación histórica se caracteriza por el demasiado tarde y el muy pronto. Demasiado tarde: en la luz indecisa, los dioses ya desaparecidos, hundidos sus cuerpos radiantes en el horizonte que devora todas las mitologías pasadas; muy pronto: el ser, la experiencia central de su verdadera presencia. Andamos perdidos entre las cosas, nuestros pensamientos son circulares y percibimos apenas algo que emerge, sin nombre todavía.

  La experiencia de la otredad abarca las dos notas extremas de un ritmo de separación y reunión, presente en todas las manifestaciones del ser, desde las físicas hasta las biológicas. En el hombre ese ritmo se expresa como caída, sentirse sólo en un mundo extraño, y como reunión, acorde con la totalidad. Todos los hombres, sin excepción, por un instante, hemos entrevisto la experiencia de la separación y de la reunión. El día en que de verdad estuvimos enamorados y supimos que ese instante era para siempre; cuando caímos en el sinfin de nosotros mismos y el tiempo abrió sus entrañas y nos contemplamos como un rostro que se desvanece y una palabra que se anula; la tarde en que vimos el árbol aquel en medio del campo y adivinamos, aunque ya no lo recordemos, que decían las hojas, la vibración del cielo, la reverberación del mundo blanco golpeado por la luz última; una mañana, tirados en la yerba, oyendo la vida secreta de las plantas; o de noche, frente al agua entre las rocas altas. Solos o acompañados hemos visto al Ser y el Ser nos ha visto. ¿Es la otra vida? Es la verdadera vida, la vida de todos los días. Sobre la otra que nos prometen las religiones, nada podemos decir con certeza. Parece demasiada vanidad y engolosinamiento con nuestro propio yo pensar en su supervivencia; reducir toda existencia al modelo humano y terrestre revela cierta falta de imaginación ante las posibilidades del ser. Debe haber otras formas de ser y quizás morir sólo sea un tránsito. Dudo que ese tránsito puede ser sinónimo de salvación o perdición personal. En cualquier caso, aspiro al ser, al ser que cambian, no a la salvación del yo. No me preocupa la otra vida allá, sino aquí. La experiencia de la otredad es, aquí mismo, la otra vida. La poesía no se propone consolar al hombre de la muerte sino hacerle vislumbrar que vida y muerte son inseparables: son la totalidad. Recuperar la vida concreta significa reunir la pareja vida-muerte, reconquistar lo uno en lo otro, el tú en el yo, y así descubrir la figura del mundo en la dispersión de sus fragmentos. 

 

4. Poesia y búsqueda del sentido

  Todo escritura convoca a un lector. La del poema venidero suscita la imagen de una ceremonia: juego, recitación, pasión (nunca espectáculo). El poema será recreado colectivamente. En ciertos momentos y sitios, la poesía puede ser vivida por todos: el arte de la fiesta aguarda su resurrección. La fiesta antigua estaba fundada en la concentración y encarnación del tiempo mítico en un espacio cerrado, vuelto de pronto el centro del universo por el descenso de la divinidad. Una fiesta moderna obedecería a un principio contrario; la dispersión de la palabra en distintos espacios, y su ir y venir de uno a otro, su perpetua metamorfosidad, sus bifurcaciones y multiplicaciones, su reunión final en un solo espacio y una sola frase. Ritmo hecho de un doble movimiento de preparación y reunión. Pluralidad y simultaneidad; convocación y gravitación de la palabra en un aquí magnético. Así, leido en silencio por un solitario o escuchado y tal vez dicho en un grupo, el poema conjura la noción de un teatro. La palabra, la unidad rítmica: la imagen, es el personaje único de ese teatro; el escenario es una página, una plaza o un lote baldío; la acción, la continua reunión y separación del poema, héroe solitario y plural en perpetuo diálogo consigo mismo: pronombre que se dispersa en todos los pronombres y reabsorbe en un solo, inmenso, que no será nunca el yo de la literatura moderna.

 ...La poesia nace en silencio, y el balbuceo, en el no poder decir, pero aspira irresistiblemente a recuperar el lenguaje como realidad total. El poeta vuelve palabra todo lo que toca, sin excluir al silencio y a los blancos del texto. Los recientes intentos de sustituir la palabra por meros sonidos-letras y otros ruidos son aun mas desafortunados y menos ingeniosos que los caligramas: la poesía se pierde sin que la música gane. Es la otra poesía de la música y otra la música de la poesía. El poema acoge al grito, al giro de vocablo, a la palabra gangrenada, al murmullo, al ruido y al sin sentido: no a la in-significancia. La destrucción del sentido tuvo sentido en el momento de la rebelión dadaísta y aun podría tenerlo ahora si entrañase un riesgo y no fuera una concesión más al anonimato de la publicidad. En una época en la que el sentido de las palabras se ha desvanecido, estas actividades no son diversas a las de un ejército que ametrallase cadáveres. Hoy la poesía no puede ser destrucción sino búsqueda del sentido. Nada sabemos de ese sentido porque la significación no está en lo que ahora se dice sino más allá en un horizonte que apenas se aclara. Realidad sin rostro y que está ahí, frente a nosotros, no como un muro: como un espacio vacante.
¿Quién sasbe cómo será realmente lo que viene y cuál es la imagen que se forma en un mundo que, por primera vez, tiene conciencia de ser un equilibrio inestable flotando en pleno infinito, un accidente entre las innumerables posibilidades de la energía? Escritura en un espacio cambiante, palabra en el aire o en la página, ceremonia: el poema es un conjunto de signos que buscan un significado, un ideograma que gira sobre sí mismo y alrededor de un sol que todavía no nace. La significación ha dejado de iluminar al mundo; por eso hoy tenemos realidad y no imagen. Giramos en torno a una ausencia y todos nuestros significados se anulan ante esa ausencia.  En su rotación el poema emite luces que brillan y se apagan sucesivamente. El sentido de ese parpadeo no es la significación última pero es la conjución instantánea del yo y tú. Poema: búsqueda del tú.

  Los poetas del siglo pasado y de la primera mitad del que corre consagraron con la palabra a la palabra. La exaltaron inclusive al negarla. Esos poemas en los que la palabra se vuelve sobre sí misma son irrepetibles. ¿Qué o quién puede nombrar hoy la palabra? Recuperación de la otredad, proyección del lenguaje en un espacio despoblado por todas las mitologías, el poema asume la forma de la itnterrogación. No es el hombre el que pregunta: el lenguaje nos interroga. Esa pregunta nos engloba a todos. Durante más de ciento cincuenta años el poeta se sintió aparte, en ruptura con la sociedad. Cada recopilación, con las Iglesias o los partidos, terminó en nueva ruptura o en la anulación del poeta. Amamos a Claudel o a Mayakovski no por sino a despecho de sus ortodoxias, por lo que tiene su palabra de soledad irreductible. La soledad del nuevo poeta es distinta; no está solo frente a sus contemporáneos sino frente al porvenir. Y este sentimiento de incertidumbre lo comparte con todos los hombres. Su destierro es el de todos. De un tajo se han cortado los lazos que nos unían al pasado y al futuro. Vivimos un presente fijo e interminable y, no obstante, en continuo movimiento. Presente flotante. No importa que los despojos de todas las civilizaciones se acumulen en nuestros museos; tampoco que todos los días las ciencias humanas nos enseñen algo más sobre el pasado del hombre. Esos pasados lejanos no son el nuestro; si deseamos reconocernos en ellos es porque hemos dejado de reconocernos en el que nos pertenecía. Asimismo, el futuro que se prepara no se parece al que pensó y quiso nuestra civilización. Ni siquiera podemos afirmar que tenga parecido alguno; no solo ignoramos su figura sino que su esencia consiste en no tenerla. Situación única: por primera vez el futuro carece de forma. Antes del nacimiento de la conciencia histórica, la forma del futruro no era terrestre ni temporal; era mítica y acaecía en un tiempo fuera del tiempo. El hombre moderno hizo descender al futuro, lo arraigo en la tierra y le dio fecha: lo convirtió en historia. Ahora, al perder su sentido, la historia ha perdido su imperio sobre el futuro y también sobre el presente. Al desfigurarse el futuro, la historia cesa de justificar nuestro presente. Las preguntas que se hace el poema -¿quién es el que dice esto que digo y a quién se lo dice?- abarca al poeta y a lector. La separación del poeta ha terminado; su palabra brota de una situación común a todos. No es la palabra de una comunidad sino de una dispersión; y no funda o restablece nada, salvo su interrogación. Ayer, quizá, su misión fue dar un sentido más puro a las palabras de la tribu; hoy es una pregunta sobre ese sentido. Esa pregunta no es una duda sino una búsqueda. Y más; es un acto de fe. No una forma sino unos signos que se proyectan en un espacio animado y que poseen múltiples significados posibles. El significado final de esos signos no lo conoce aún el poeta: está en el tiempo, el tiempo que entre todos hacemos y que a todos nos deshace. Mientras tanto, el poeta escucha. En en el pasado fue el hombre de la visión. Hoy aguza el oído y percibe que el silencio mismo es voz, murmullo que busca la palabra de su encarnación. El poeta escucha lo que dice el tiempo, aun si dice; nada. Sobre las páginas unas cuantas palabras se reúnen o desangran. Esa configuración es una prefiguración: inminencia de presencia.

  Al fin me sale al encuentro; la lira, que consagra al hombre y así le da un puesto en el cosmos; el arco, que lo dispara más allá de sí mismo. Toda creación poética es histórica; todo poema es apetito por negar la sucesión y fundar un reino perdurable. Si el hombre es trascendencia, ir más allá de sí, el poema es el signo más puro de ese continuo trascenderse, de ser permanente imaginarse. El hombre es imagen porque se trasciende. Quizá conciencia histórica y necesidad de trascender la historia no sean sino los nombres que ahora damos a este antiguo y perpetuo desgarramiento del ser, siempre separado de sí, siempre en busca de sí. El hombre quiere ser uno con sus creaciones, reunirse consigo mismo y con sus semejantes: ser el mundo sin cesar de ser él mismo. Nuestra poesía es conciencia de la separación y tentativa por reunir lo que fue separado. En el poema, el ser y el deseo de ser pactan por un instante, como el fruto y los labios. Poesía, momentanea reconciliación: ayer, hoy, mañana; aquí y allá; tú, yo, él, nosotros. Toda está presente: será presencia. (*)

(*) Fuente: Octavio Paz, Los signos en rotación y otros ensayos, Barcelona ediciones Altaya, 1995, pp. 309-342.