LOS SIGNOS
EN ROTACIÓN
Por Octavio
Paz
1. Poesía,
infierno y revolución
La
historia de la poesía moderna es la de una desmesura.
Todos sus grandes protagonistas, después de trazar
un signo breve y enigmático, se han estrellado contra
la roca. El astro negro de Lautréamont rige el destino
de nuestros más altos poetas. Pero este siglo y medio
ha sido tan rico en infortunios como en obras: el fracaso
de la aventura poética es la cara opaca de la esfera;
la otra esta hecha de la luz de los poemas modernos. Así,
la interrogación sobre las posibilidades de encarnación
de la poesía no es una pregunta sobre el poema sino
sobre la historia: ¿es quimera pensar en una sociedad
que reconcilie al poema y al acto, que sea palabra viva y
palabra vivida, creación de la comunidad y comunidad
creadora? ...Esta pregunta es la pregunta. Desde el alba de
la edad moderna, el poeta se la hace sin cesar- y por eso
escribe; y la Historia tambien, tambien sin cesar, la rechaza-
contesta con otra cosa. Yo no intentaré responderla.
No podría. Tampoco puedo quedarme callado. Aventuro
algo que es una opinión y menos que una certidumbre:
una creencia. Es una creencia alimentada por lo incierto y
que en nada se funda sino en su negación. Busco en
la realidad ese punto de intersección, centro fijo
y vibrante donde se anulan y renacen sin tregua las contradicciones...
Corazón-manantial.
La
pregunta contiene dos términos antagónicos y
complementarios... no hay poesía sin sociedad pero
la manera de ser social de la poesía es contradictoria:
afirma y niega simultáneamente al habla, que es palabra
social; no hay sociedad sin poesía, pero la sociedad
no puede realizarse nunca como poesía, nunca es poética.
A veces los dos términos aspiran a desvincularse. No
pueden. Una sociedad sin poesía carecería de
lenguaje: todos dirían la misma cosa o ninguno hablaría,
sociedad trashumana en la que todos serían uno
o cada uno sería un todo autosuficiente. Una poesía
sin sociedad sería un poema sin autor, sin lector y,
en rigor, sin palabras. Condenados a una perpetua conjunción
que se resuelve en instantánea discordia, los dos términos
buscan una conversión mutua; poetizar la vida social,
socializar la palabra poética. Trasnformación
de la sociedad creadora, en poema vivo; y del poema en vida
social, en imagen encarnada.
Una
comunidad creadora sería aquella sociedad universal
en la que las relaciones entre los hombres, lejos de ser una
imposición de la necesidad exterior, fuesen como un
tejido vivo, hecho de la fatalidad de cada uno al enlazarse
con la libertad de todos. Esa sociedad sería libre
porque, dueña de sí, nada excepto ella misma podrías
determinar; y solidadria porque la actividad humana no consistiría,
como hoy ocurre, en la dominación de unos sobre otros
(o en la rebelión contra ese dominio) sino que buscaría
el reconocimiento de cada uno por sus iguales o, más
bien, por sus semejantes. La idea cardinal del movimiento
revolucionario de la era moderna es la creación de
una sociedad universal que, al abolir las opresiones, despliegue
simultáneamente la identidad o semejanza original de
todos los hombres y la radical diferencia o singularidad de
cada uno. El pensamiento poético no ha sido ajeno a
las vicisitudes y conflictos de esta empresa literalmente
sobrehumana. La gesta de la poesía de Occidente, desde
el romanticismo alemán, ha sido la de sus rupturas
y reconciliaciones con el movimiento revolucionario. En un
momento o en otro, todos nuestros grandes poetas han creído
que en la sociedad revolucionaria, comunista o libertaria,
el poema cesaría de ser ese núcleo de contradicciones
que al mismo tiempo niega y afirma la historia. En la nueva
sociedad la poesía sería al fin práctica.
La conversión de la sociedad en comunidad y la del
poema en poesía práctica no están a la
vista. Lo contrario es lo cierto: cada día parecen
más lejanas. Las previsiones del pensamiento revolucionario
hoy se han cumplido o se han realizado de una manera que es
una afrenta a las supuestas leyes de la historia. Ya es un
lugar común insistir sobre la palpable discordia entre
la teoría y la realidad. No tengo más remedio
que repetir, sin ninguna alegría, for the sake of
de argument, algunos hechos conocidos por todos: la ausencia
de revoluciones en los países que Marx llamaba civilizados
y que hoy se llaman industriales o dearrollados; la existencia
de régimen revolucionarios que ha abolido la propiedad
privada de los medios de producción sin abolir por
tanto la explotación del hombre ni las diferencias
de clase, jerarquía o función; la sustitución
casi total del antagonismo clásico entre proletarios
y burgueses, capital y trabajo, por una doble feroz contradicción;
la oposición entre paisajes ricos y pobres y las querellas
entre Estados y grupos de Estados que se unen o separan, se
alían o combaten movidos por las necesidades de la
hora, la geografía y el interés nacional, independientemente
de sus sistemas sociales y de las filosofías que dice
profesar. Una descripción de la superficie de la sociedad
contemporánea debería comprender otros rasgos
no menos turbadores: el agresivo renacimiento de las particularismos
raciales, religiosos y linguísticos al mismo tiempo
que la dócil adopción de formas de pensamiento
y conducta erigidas en canón universal por la propaganda
comercial y política; la elevación del nivel
de vida y la degradación del nivel de la vida; la soberanía
del objeto y la deshumización de aquello que lo producen
y lo usan; el predominio del colectivismo y la evaporación
de la noción de prójimo. Los medios se han vueltos
fines: la política económica en lugar de la
economia política; la educación sexual, y no
el conocimiento por el erotismo; la perfección del
sistema de comunicaciones y la anulación de los interlocutores;
el triunfo del signo sobre el significado en las artes y,
ahora, de la cosa sobre la imagen...Proceso circular: la pluralidad
se resuelve en uniformidad sin suprimir la discordia entre
las naciones ni la escisión en las conciencias; la
vida personal, exaltada por la publicidad, se disuelve en
vidas anónima; la novedad diaria acaba por ser repetición
y la agitación desemboca en la inmovilidad. Vamos de
ningún lado a ninguna parte. Como el movimiento en
el círculo, decia Raimundo Lulio, así es
la pena en el infierno.
Tal fue Rimabud el primer poeta que vio, en el sentido de
percibir y en el de videncia, la realidad presente como la
forma infernal o circular del movimiento. Su obra es una condenación
de la sociedad moderna, pero su palabra final, Une saison
en enfer, también es una condenación de
la poesía. Para Rimbaud el nuevo poeta crearía
un lenguaje universal, del alma para el alma, que en lugar
de ritmar la acción la anunciaría. El poeta
no se limitaría a expresar la marcha hacia el progreso
sino que sería vraiment un multiplicateur de progrés.
La novedad de la poesía, dice Rimbaud, no está
en las ideas ni en las formas, sino en su capacidad de definir
la quantite d'inconnu s'eveillant en son temps dan l'ame universelle.
El poeta no se limita a descubrir el presente; despierta al
futuro, conduce el presente al encuentro de lo que viene:
cet avenir sera materialiste. La palabra poética
no es menos "materialista" que el futuro que anuncia:
es movimiento que engendra movimiento, accion que transmuta
el mundo material. Animada por la misma energía que
mueve la historia, es profecía y consumación
efectiva, en la vida real, de esta profecía. La palabra
encarnada, es poesía práctica. Une saison
en enfer condena todo esto. La alquimia del verbo es un
delirio: viellerie poétique, hallucination, sophisme
de la folie. El poeta renuncia a la palabra. No vuelve
a su antigua creencia, el cristianismo, ni a los suyos; pero
antes de abandonarlo todo, anuncia un singular Noel sur
la tierre: le travail nouvedau, la sagesse nouvelle, la fuite
des tyrans et des démons, la fin de la superstition.
Es el adiós al mundo viejo y a la esperanza de cambiarlo
por la poesía: Je dois enterrer mon imagination.
La crónica del infierno se encierra con una declaración
enigmática: Il faut etre absolument moderne.
Cualquier que sea la interpretación que se dé
a esta frase, y hay muchas, es evidente que modernidad se
opone aquí a alquimia del verbo. Rimbaud no exalta
ya la palabra, sino la acción; point de cantiques.
Después de Une saison en enfer no se puede escribir
un poema sin vencer un sentimiento de verguenza: ¿no
se trata de un acto irrisorio o, lo que es peor, no se incurre
en una mentira? Quedan dos caminos, los dos intentados por
Rimabud: la acción ( la industria, la revolución)
o escribir ese poema final que sea también el fin de
la poesía, su negación y culminación.
Se ha dicho que la poesía moderna es poema de la poesía.
Tal vez esto fue verdad en la primera mitad del siglo XIX;
a partir de Une saison en enfer nuestros grandes poetas
han hecho de la negación de la poesía la forma
más alta de la poesía, crítica del lenguaje
y el significado, crítica del poema mismo. La palabra
poética se sustenta en la negación de la palabra.
El círculo se ha cerrado.
Nunca como en los últimos treinta años habían
parecido de tal modo incompatibles la acción revolucionaria
y el ejercicio de la poesía. No obstante, algo los
une. Nacidos casi al mismo tiempo, el pensamiento poético
moderno y el movimiento revolucionario se encuentran, al cabo
de un siglo y medio de querellas y alianzas efímeras,
frente al mismo paisaje: un espacio henchido de objetos pero
deshabitado de futuro. La condenación de la tentativa
de la poesía por encarnar en la historia alcanza también
al principal protagonista de la era moderna: el movimiento
revolucionario. Son las dos caras del mismo fenómeno.
Esta condenación, por lo demás, es una exaltación;
nos condena a nosotros, no a la revolución ni a la
poesía. Resulta muy fácil hacer ahora una crítica
del pensamiento revolucionario, especialmente de su rama marxista.
Sus influencias y limitaciones están a la vista. ¿Se
ha reparado en que son también las nuestras? Sus errores
son los de la porción más osada y generosa del
espíritu moderno, en su doble dirección: como
crítica de la realidad social y como proyecto universal
de una sociedad justa. Ni siquiera los crímenes del
periodo "estalianiano" ni la degeneración
progresiva del marxismo oficial, convertido en un maniqueísmo
pragmatista, son algo ajeno a nosotros: son parte integrante
de una misma historia. Una historia que nos engloba a todos
y que entre todos hemos hecho. Aunque la sociedad que previa
Marx está lejos de ser una realidad de la historia,
el marxismo ha penetrado tan profundamente en la historia
que todos, de una manera u otra, a veces sin saberlo, somos
marxistas. Nuestros juicios y categorías morales sobre
el presente o sobre la justicia, la paz o la guerra, todo,
sin excluir nuestras negaciones del marxismo, está
impregnado de marxismo. Este pensamiento es ya parte de nuestra
sangre intelectual y de nuestra sensibilidad moral.
La situación contemporánea tiene cierta semejanza
con la de los filósofos medievales que no tenían
más intrumento para definir al Dios judeo-cristiano,
Dios creador y personal, que las nociones de la metafísica
de Aristóteles sobre el ente y el ser. (Si Dios, la
idea de Dios, ha muerto, murió de muerte filosófica:
la filosofía griega). La crítica del marxismo
es indispensable, pero es inseparable de la del hombre moderno
y debe ser hecha con las misma ideas críticas del marxismo.
Para saber lo que está vivo y lo que está muerto
en la tradición revolucionaria, la sociedad contemporánea
debe examinarse a sí misma. Ya Marx hacia dicho que
el cristianismo no pudo "hacer comprender en forma objetiva
las mitologías anteriores más que realizando
su propia crítica", y que "la economía
antigua y oriental hasta el momento en que la sociedad
burguesa emprendió la crítica de sí misma"
(Introducción general a la crítica de la economía
política).
En el interior del sistema marxista, por lo demás,
están los gérmenes de la destrucción
creadora: la dialéctica y, sobretodo, la fuerza
de abstracción, como llamaba Marx al análisis
social, aplicada hoy a un sujeto real e históricamente
determinado: la sociedad del siglo XX.
2.
Poesía, técnica y modernidad
...En
el Antiguedad el universo tenía una forma y un centro;
su movimiento estaba regido por un ritmo cíclico y
esa figura rítmica fue durante siglos el arquetipo
de la ciudad, las leyes y las obras. El orden político
y el orden del poema, las fiestas públicas y los ritos
privados y aun la discordia y las transgresiones a la regla
universal -eran manifestaciones del ritmo cósmico-.
Después, la figura del mundo se ensanchó: el
espacio se hizo infinito o transfinito; el año platónico
se convirtió en sucesión lineal, inalcanzable;
y los astros dejaron de ser la imagen de la armonía
cósmica. Se desplazó el centro del mundo y Dios,
las ideas y las esencias se desvanecieron. Nos quedamos solos.
Cambió la figura del universo y cambió la idea
que se hacia el hombre de sí mismo; no obstante, los
mundos no dejaron de ser el mundo ni el hombre los hombres.
Todo era un todo. Ahora el espacio se expande y disgrega;
el tiempo se vuelve discontinuo; y el mundo, el todo, estalla
en añicos. Dispersión del hombre, errante en un espacio
que también se dispersa, errante en su propia dispersión.
En un universo que se desangra y se separa de sí, totalidad
que ha dejado de ser pensable excepto como ausencia o colección
de fragmentos heterogéneos el yo también se
disgrega. No es que haya perdido realidad ni que lo consideremos
como una ilusión. Al contrario, su propia dispersión
lo multiplica y lo fortalece. Ha perdido cohesión y
ha dejado de tener un centro pero cada partícula se
concibe como un yo único, más cerrado y obstinado
en sí mismo que el antiguo yo. La dispersión
no es pluralidad sino repetición: siempre el mismo
yo que combate ciegamente a otro yo ciego. Propagación,
pululación de lo idéntico.
El crecimiento del yo amenza al lenguaje en su doble función:
como diálogo y como monólogo. El primero se
funda en la pluralidad; el segundo, en la identidad. La contradicción
del diálogo consiste en que cada uno habla consigo
mismo al hablar con los otros; la del monológo en que
nunca soy yo, sino otro, el que escucha lo que me digo a mí
mismo. La poesía ha sido siempre una tentativa por
resolver esta discordia por medio de una conversión
de los términos: el yo del diálogo en el tú
del monólogo. La poesía no dice: yo soy tú;
dice: mi yo eres tú. La imagen poética de la
otredad. El fenómeno moderno de la incomunicación
no depende tanto de la pluralidad de sujetos cuanto de la
desaparición del tú como elemento constitutivo
de cada conciencia. No hablamos con los otros porque no podemos
hablar con nosotros mismos. Pero la multiplicación
cancerosa del yo no es el origen sino el resutaldo de la pérdida
de la imagen del mundo. Al sentirse sólo en el mundo,
el hombre antiguo descubría su propio yo y, así,
el de los otros. Hoy no estamos solos en el mundo; no hay
mundo. Cada sitio es el mismo sitio y ninguna parte está
en todas partes. La conversión del yo -en tu imagen
que comprende todas las imágenes poéticas- no
puede realizarse si antes el mundo no reaparece. La imaginación
poética no es invención sino descubrimiento
de la presencia. Descubrir la imagen del mundo en lo que emerge
como fragmento y dispersión, percibir en lo uno o lo
otro, será devolverle al lenguaje su virtud ,metafórica:
darle presencia a los otros. La poesía: búsqueda
de los otros, descubrimiento de la otredad. Si el mundo, como
imagen, se desvanece, unn hueca realidad cubre a toda la tierra.
La técnica es una realidad tan poderosamemte real -visible,
palpable, audible, ubicua- que la verdadera realidad jha dejado
de ser natural o sobrenatural: la industria es nuestro paisaje,
nuestro cielo y nuestro infierno. Un templo maya, una catedral
medieval o un palacio barroco eran algo más que monumentos;
puntos sensibles del espacio y el tiempo, observatorios privilegiados
desde los cuales el hombre podía contemplar el mundo
y el trasmundo como un todo. Su orientación correspondía
a una visión simbólica del universo; la forma
y disposición de sus partes abrían una perspectiva
plural, verdadero cruce de caminos visuales: hacia arriba
y abajo, hacia los cuatro puntos cardinales. Punto de vista
total sobre la totalidad. Esas obras no sólo eran una
visión del mundo sino que estaban hechas a su imagen:
eran una represetanción de la figura del universo,
su copia o su símbolo. La técnica se interpone
entre nosotros y el mundo, cierra toda perspectiva a la mirada.
...La técnica no es ni una imagen ni una visión
del mundo; no es una imagen porque no tiene por objeto representar
o reproducir a la realidad; no es una visión porque
no concibe al mundo como figura sino como algo más
o menos maleable para la volunrad humana. Para la técnica
el mundo se presenta como resistencia, no como arquetipo:
tiene realidad, no figura. Esa realidad no se puede reducir
a ninguna imagen y es, al pie de las letras, inimaginable.
El saber antiguo tenía por fin último la contemplación
de la realidad, fuese presencia sensible o forma ideal; el
saber de la técnica aspira a sustituir la realidad
real por un universo de mecanismos. Los artefactos y utensilios
del pasado estaban en el espacio; los mecanismos modernos
lo alteran radicalmente. El espacio no sólo se puebla
de máquina que tienden al automatismo o que son ya
autómatas sino que es un campo de fuerzas, un mundo
de energías y relaciones -algo muy distinto a esa extensión
o superficie más o menos estable de las antiguas cosmologías
y filosofías. El tiempo de la técnica es, por
una parte, ruptura de los ritmos cósmicos de las viejas
civilizaciones; por otra parte, aceleración y, a la
postre, cancelación del tiempo cronométrico
moderno... En suma, la técnica se funda en una negación
del mundo como imagen. Y habría que agregar: gracias
a esa negación hay técnica. No es la técnica
la que niega la imagen del mundo; es la desaparición
de la imagen del mundo lo que hace posible la técnica.
3. El
poema, Dios y religión
...La
vida concreta es la verdadera vida, por oposición al
vivir uniforme que intenta imponernos la sociedad contemporánea.
Breton ha dicho: la véritable existence est ailleurs.
Ese allá está aquí, siempre aquí
y en este momento. La verdadera vida no se opone ni a la vida
cotidiana ni a la heroica; es la percepción del relampagueo
de la otredad en cualquier de nuestros actos, sin excluir
a los más nimios. Con frecuencia se engloba a estos
bajo un nombre a mi juicio inexacto: la experiencia espiritual.
Nada permite afirmar que se trate de algo predominantemente
espiritual; nada, además, hace pensar que el espíritu
sea realmente distinto de la vida corpórea y a lo que,
también con inexactitud, llamamos materia. Esas experiencias
son y no son excepcionales. Ningún método exterior
o interior - trátese de la meditación, las drogas,
el erotismo, las prácticas ascéticas o cualquier
otro medio físico o mental- puede por sí solo
suscitar la aparición de la otredad. Es un don imprevisto,
un signo que la vida hace a la vida sin que el recibirlo entrañe
mérito o diferencia alguna, ya sea de orden moral o
espiritual. Cierto, hay situaciones propicias y temperamentos
más afinados pero aun en esto no hay regla fija. Experiencia
hecha del tejido de nuestros actos diarios, la otredad
es ante todo percepción simultánea de que somos
otro sin dejar de ser lo que somos y que, sin cesar de estar
en donde estamos, nuestro verdadero ser están en otra
parte. Somos otra parte. En otro parte quiere decir: aquí,
ahora mismo mientras hago esto o aquello. Y también:
estoy solo y estoy contigo, en un no sé dónde
que es siempre aquí. Contigo y aquí: ¿Quieres
eres tú, quien soy yo, en dónde estamos cuando
estamos aquí?
Irreductible, elusiva, indefinible, imprevisible y constantemente
presente en nuestras vidas, la otredad se confunde
con la religión, la poesía, el amor y otras
experiencias afines. Aparece con el hombre mismo, de modo
que puede decirse que si el hombre se hizo hombre por otra
del trabajo, tuvo conciencia de sí gracias a la percepción
de su radical otredad: ser y no ser lo mismo que el
resto de los animales. Desde el paleolítico inferior
hasta nuestros días esa revelación ha nutrido
a la magia, a la religión, a la poesía, al arte
y asimismo a diario imaginar y vivir de hombres y mujeres.
Las civilizaciones del pasado integraron en su visión
del mundo las imágenes y percepciones de la otredad;
la sociedad contemporánea los condena en nopmbre de
la razón, la ciencia, la moral y la salud. Las prohibiciones
actuales las desvían y deforman, les dan mayor virulencia,
no las suprimen. Llamaría otredad una experiencia básica
si no fuese porque consiste una suerte de vuelvo inmóvil,
como si las bases del mundo y las de su propio ser se hubiese
desvanecido.
Aunque se trata de una experiencia más vasta que la
religiosa y que es anterior a ella, el pensamiento racionalista
la condena con la misma decisión con que condena a
la religión. Tal vez no sea inútil repetir que
la crítica moderna de la religión reduce lo
divino judeo-cristiano a un Dios creador, único y personal.
Olvida así que hay otras concepciones de lo divino,
desde el animismo primitivo hasta el ateísmo de ciertas
sectas y religiones orientales. El ateísmo occidental
es polémico y antirreligioso; el oriental, al ignorar
la noción de un dios creador, es una contemplación
de la totalidad en la que los extremos entre dios y criatura
se disipan. Por lo demás, a despecho de su antideísmo,
nuestro ateísmo no es menos "religioso" que
nuestro deísmo; una gran poeta francés, conocido
por la violencia de sus conviciones antirreligosas, me dijo
una vez: el ateísmo es un acto de fe. En esa frase,
no desprovista de grandeza, hay como un eco de Tertuliano
y aun de San Agustín. En fin, la idea misma de religión
es una noción occidental abusivamente aplicada a las
creencias de la otras civilizaciones. El Sanatana darma
-que abraza a varias "religiones", algunas ateas
como el sistema samkya- o el taoísmo difícilmente
pueden llamarse religiones, en el sentido que se da en Occidente
a esta palabra: no postulan ni una ortodoxia ni una vida ultraterrena...la
experiencia de lo divino es más antrigua, inmediata
y original que todas las concepciones religiosas. No se agota
en la idea de un Dios personal ni tampoco en la de muchos:
todas las deidades emergen de lo divino y a su seno regresan.
Recordaré, por último, algo que muchas veces
se ha dicho: al extirpar la noción de divinidad el
racionalismo reduce al hombre. Nos libera de Dios pero nos
encierra en un sistema aún más férreo.
La imaginación humillada se venga y del cadáver
de Dios brotan fetiches atroces: en Rusia y otros países,
la divinización del jefe, el culto a la letra de las
escrituras, la deificación del partido; entre nosotros,
la idolatría del yo mismo. Ser uno mismo es condenarse
a la mutilación, pues el hombre es apetito perpetuo
de ser otro. La idolatría del yo conduce a la idolatría
de la propiedad; el verdadero dios de la sociedad cristiana
occidental se llama dominación sobre los otros. Concibe
al mundo y los hombres como mis propiedades, mis
cosas. El árido mundo actual, el infierno circular,
es el espejo del hombre cercenado de su facultad poetizante.
Se ha cerrado todo contacto con esos vastos territorios de
la realidad que se rehúsan a la medida y a la cantidad,
con todo aquello que es cualidad pura, irreductible a género
y especie: la sustancia misma de la vida.
La rebelión de los poetas románticos y la de
sus herederos modernos no fue tanto una propuesta contra el
destierro de Dios como una busqueda de la mitad perdida, descenso
a esa región que nos comunica con lo otro. Por esto
no encontraron lugar en ninguna ortodoxia y su conversión
a esta o aquella creencia nunca fue total. Detrás de
Cristo o de Orfeo, de Luzbel o de María, buscaba esa
realidad de realidades que llamamos lo divino o lo otro.
La situación de los poetas contemporáneos difiere
en esto radicalmente. Heidegger lo ha expresado de una manera
admirable: Llegamos tarde para los dioses y muy pronto
para el ser; y agrega: cuyo iniciado poema es el hombre.
El hombre es lo inacabado, aunque sea cabal en su misma inconclusión;
y por eso hace poemas, imágenes en las que se realiza
y se acaba sin acabarse del todo nunca. El mismo es un poema:
es el ser siempre en perpetua posibilidad de ser completamente
y cumpliéndose así en su no-acabamiento. Pero
nuestra situación histórica se caracteriza por
el demasiado tarde y el muy pronto. Demasiado tarde: en la
luz indecisa, los dioses ya desaparecidos, hundidos sus cuerpos
radiantes en el horizonte que devora todas las mitologías
pasadas; muy pronto: el ser, la experiencia central de su
verdadera presencia. Andamos perdidos entre las cosas, nuestros
pensamientos son circulares y percibimos apenas algo que emerge,
sin nombre todavía.
La experiencia de la otredad abarca las dos notas extremas
de un ritmo de separación y reunión, presente
en todas las manifestaciones del ser, desde las físicas
hasta las biológicas. En el hombre ese ritmo se expresa
como caída, sentirse sólo en un mundo extraño,
y como reunión, acorde con la totalidad. Todos los
hombres, sin excepción, por un instante, hemos entrevisto
la experiencia de la separación y de la reunión.
El día en que de verdad estuvimos enamorados y supimos
que ese instante era para siempre; cuando caímos en
el sinfin de nosotros mismos y el tiempo abrió sus
entrañas y nos contemplamos como un rostro que se desvanece
y una palabra que se anula; la tarde en que vimos el árbol
aquel en medio del campo y adivinamos, aunque ya no lo recordemos,
que decían las hojas, la vibración del cielo,
la reverberación del mundo blanco golpeado por la luz
última; una mañana, tirados en la yerba, oyendo la
vida secreta de las plantas; o de noche, frente al agua entre
las rocas altas. Solos o acompañados hemos visto al Ser y
el Ser nos ha visto. ¿Es la otra vida? Es la verdadera vida,
la vida de todos los días. Sobre la otra que nos prometen
las religiones, nada podemos decir con certeza. Parece demasiada
vanidad y engolosinamiento con nuestro propio yo pensar en
su supervivencia; reducir toda existencia al modelo humano
y terrestre revela cierta falta de imaginación ante
las posibilidades del ser. Debe haber otras formas de ser
y quizás morir sólo sea un tránsito.
Dudo que ese tránsito puede ser sinónimo de
salvación o perdición personal. En cualquier
caso, aspiro al ser, al ser que cambian, no a la salvación
del yo. No me preocupa la otra vida allá, sino
aquí. La experiencia de la otredad es, aquí
mismo, la otra vida. La poesía no se propone
consolar al hombre de la muerte sino hacerle vislumbrar que
vida y muerte son inseparables: son la totalidad. Recuperar
la vida concreta significa reunir la pareja vida-muerte, reconquistar
lo uno en lo otro, el tú en el yo, y así descubrir
la figura del mundo en la dispersión de sus fragmentos.
4.
Poesia y búsqueda del sentido
Todo escritura convoca a un lector. La del poema venidero
suscita la imagen de una ceremonia: juego, recitación,
pasión (nunca espectáculo). El poema será
recreado colectivamente. En ciertos momentos y sitios, la
poesía puede ser vivida por todos: el arte de la fiesta
aguarda su resurrección. La fiesta antigua estaba fundada
en la concentración y encarnación del tiempo
mítico en un espacio cerrado, vuelto de pronto el centro
del universo por el descenso de la divinidad. Una fiesta moderna
obedecería a un principio contrario; la dispersión
de la palabra en distintos espacios, y su ir y venir de uno
a otro, su perpetua metamorfosidad, sus bifurcaciones y multiplicaciones,
su reunión final en un solo espacio y una sola frase.
Ritmo hecho de un doble movimiento de preparación y
reunión. Pluralidad y simultaneidad; convocación
y gravitación de la palabra en un aquí magnético.
Así, leido en silencio por un solitario o escuchado
y tal vez dicho en un grupo, el poema conjura la noción
de un teatro. La palabra, la unidad rítmica: la imagen,
es el personaje único de ese teatro; el escenario es
una página, una plaza o un lote baldío; la acción,
la continua reunión y separación del poema,
héroe solitario y plural en perpetuo diálogo
consigo mismo: pronombre que se dispersa en todos los pronombres
y reabsorbe en un solo, inmenso, que no será nunca
el yo de la literatura moderna.
...La
poesia nace en silencio, y el balbuceo, en el no poder decir,
pero aspira irresistiblemente a recuperar el lenguaje como
realidad total. El poeta vuelve palabra todo lo que toca,
sin excluir al silencio y a los blancos del texto. Los recientes
intentos de sustituir la palabra por meros sonidos-letras
y otros ruidos son aun mas desafortunados y menos ingeniosos
que los caligramas: la poesía se pierde sin que la
música gane. Es la otra poesía de la música
y otra la música de la poesía. El poema acoge
al grito, al giro de vocablo, a la palabra gangrenada, al
murmullo, al ruido y al sin sentido: no a la in-significancia.
La destrucción del sentido tuvo sentido en el momento
de la rebelión dadaísta y aun podría
tenerlo ahora si entrañase un riesgo y no fuera una concesión
más al anonimato de la publicidad. En una época
en la que el sentido de las palabras se ha desvanecido, estas
actividades no son diversas a las de un ejército que
ametrallase cadáveres. Hoy la poesía no puede
ser destrucción sino búsqueda del sentido. Nada
sabemos de ese sentido porque la significación no está
en lo que ahora se dice sino más allá en un
horizonte que apenas se aclara. Realidad sin rostro y que
está ahí, frente a nosotros, no como un muro:
como un espacio vacante.
¿Quién sasbe cómo será realmente lo que
viene y cuál es la imagen que se forma en un mundo
que, por primera vez, tiene conciencia de ser un equilibrio
inestable flotando en pleno infinito, un accidente entre las
innumerables posibilidades de la energía? Escritura
en un espacio cambiante, palabra en el aire o en la página,
ceremonia: el poema es un conjunto de signos que buscan un
significado, un ideograma que gira sobre sí mismo y
alrededor de un sol que todavía no nace. La significación
ha dejado de iluminar al mundo; por eso hoy tenemos realidad
y no imagen. Giramos en torno a una ausencia y todos nuestros
significados se anulan ante esa ausencia. En su rotación
el poema emite luces que brillan y se apagan sucesivamente.
El sentido de ese parpadeo no es la significación última
pero es la conjución instantánea del yo y tú.
Poema: búsqueda del tú.
Los poetas del siglo pasado y de la primera mitad del que
corre consagraron con la palabra a la palabra. La exaltaron
inclusive al negarla. Esos poemas en los que la palabra se
vuelve sobre sí misma son irrepetibles. ¿Qué
o quién puede nombrar hoy la palabra? Recuperación
de la otredad, proyección del lenguaje en un espacio
despoblado por todas las mitologías, el poema asume
la forma de la itnterrogación. No es el hombre el que
pregunta: el lenguaje nos interroga. Esa pregunta nos engloba
a todos. Durante más de ciento cincuenta años el poeta
se sintió aparte, en ruptura con la sociedad. Cada
recopilación, con las Iglesias o los partidos, terminó
en nueva ruptura o en la anulación del poeta. Amamos
a Claudel o a Mayakovski no por sino a despecho de sus ortodoxias,
por lo que tiene su palabra de soledad irreductible. La soledad
del nuevo poeta es distinta; no está solo frente a
sus contemporáneos sino frente al porvenir. Y este
sentimiento de incertidumbre lo comparte con todos los hombres.
Su destierro es el de todos. De un tajo se han cortado los
lazos que nos unían al pasado y al futuro. Vivimos
un presente fijo e interminable y, no obstante, en continuo
movimiento. Presente flotante. No importa que los despojos
de todas las civilizaciones se acumulen en nuestros museos;
tampoco que todos los días las ciencias humanas nos
enseñen algo más sobre el pasado del hombre. Esos pasados
lejanos no son el nuestro; si deseamos reconocernos en ellos
es porque hemos dejado de reconocernos en el que nos pertenecía.
Asimismo, el futuro que se prepara no se parece al que pensó
y quiso nuestra civilización. Ni siquiera podemos afirmar
que tenga parecido alguno; no solo ignoramos su figura sino
que su esencia consiste en no tenerla. Situación única:
por primera vez el futuro carece de forma. Antes del nacimiento
de la conciencia histórica, la forma del futruro no
era terrestre ni temporal; era mítica y acaecía
en un tiempo fuera del tiempo. El hombre moderno hizo descender
al futuro, lo arraigo en la tierra y le dio fecha: lo convirtió
en historia. Ahora, al perder su sentido, la historia ha perdido
su imperio sobre el futuro y también sobre el presente.
Al desfigurarse el futuro, la historia cesa de justificar
nuestro presente. Las preguntas que se hace el poema -¿quién
es el que dice esto que digo y a quién se lo dice?-
abarca al poeta y a lector. La separación del poeta
ha terminado; su palabra brota de una situación común
a todos. No es la palabra de una comunidad sino de una dispersión;
y no funda o restablece nada, salvo su interrogación.
Ayer, quizá, su misión fue dar un sentido
más puro a las palabras de la tribu; hoy es una
pregunta sobre ese sentido. Esa pregunta no es una duda sino
una búsqueda. Y más; es un acto de fe. No una
forma sino unos signos que se proyectan en un espacio animado
y que poseen múltiples significados posibles. El significado
final de esos signos no lo conoce aún el poeta: está
en el tiempo, el tiempo que entre todos hacemos y que a todos
nos deshace. Mientras tanto, el poeta escucha. En en el pasado
fue el hombre de la visión. Hoy aguza el oído
y percibe que el silencio mismo es voz, murmullo que busca
la palabra de su encarnación. El poeta escucha lo que
dice el tiempo, aun si dice; nada. Sobre las páginas
unas cuantas palabras se reúnen o desangran. Esa configuración
es una prefiguración: inminencia de presencia.
Al fin me sale al encuentro; la lira, que consagra al hombre
y así le da un puesto en el cosmos; el arco, que lo
dispara más allá de sí mismo. Toda creación
poética es histórica; todo poema es apetito
por negar la sucesión y fundar un reino perdurable.
Si el hombre es trascendencia, ir más allá de
sí, el poema es el signo más puro de ese continuo
trascenderse, de ser permanente imaginarse. El hombre es imagen
porque se trasciende. Quizá conciencia histórica
y necesidad de trascender la historia no sean sino los nombres
que ahora damos a este antiguo y perpetuo desgarramiento del
ser, siempre separado de sí, siempre en busca de sí.
El hombre quiere ser uno con sus creaciones, reunirse consigo
mismo y con sus semejantes: ser el mundo sin cesar de ser
él mismo. Nuestra poesía es conciencia de la
separación y tentativa por reunir lo que fue separado.
En el poema, el ser y el deseo de ser pactan por un instante,
como el fruto y los labios. Poesía, momentanea reconciliación:
ayer, hoy, mañana; aquí y allá; tú, yo,
él, nosotros. Toda está presente: será
presencia. (*)
(*)
Fuente: Octavio Paz, Los signos en rotación
y otros ensayos, Barcelona ediciones Altaya, 1995, pp.
309-342.