SIMONE WEIL

   

SIMONE WEIL

La acción en el mundo y el sacrificio creador de Dios

Por Cecilia Lammertyn

 

 

 

 

 

 

Simone Weil ( 1909- 43)

 

Simone Weil pensó desde los ojos de las tormentas. Primero amó el estudio de la filosofía en el École Normale Supérieure. Luego, afiló conceptos para una crítica social. Pero creyó que las ideas sólo se legitiman cuando se encarnan en el sudor de una acción. Entonces, Weil no sólo criticó la enajenación del trabajo capitalista. También la padeció, por propia voluntad. Trabajó en fábricas y granjas. Participió en la Guerra Civil española. Pero la evidencia del sufrimiento, el misterio de su origen, estimuló el deslizamiento de Weil hacia un filosofar, impregnado de teología, donde Dios se sacrifica al renunciar a su permanecer encerrado en su unidad inmutable para así crear el mundo mediante la expansión de su ser. Nació así la Simone Weil de los textos filosóficos-religiosos como Carta a un religioso o La gravedad y la gracia, su más influyente obra.

Aquí presentamos una amplia y sólidamente documentada introducción a la vida y el pensar de esta especial filósofa realizada por Cecilia Lammertyn, estudiante de filosofía en la ciudad de Santa Fé, Argentina.

E.I.

 

SIMONE WEIL

La acción en el mundo y el sacrificio creador de Dios

 

Por Cecilia Lammertyn

 

        “A ellos les sucede cierto día que tropiezan con la realidad desnuda, una visión cualquiera, o una voz los arranca de su sueño que se llama yo, contemplan el rostro de la vida, su horrible y maravillosa grandeza, su inmensa plétora de dolor, aflicción, amor irredento y anhelo equivocado. Y ellos responden a la vista del abismo con el único sacrificio omnivalente y definitivo, con el sacrificio de su propia persona. Se ofrendan a los hambrientos, a los enfermos, a los viciosos, no importa quién, ellos se dejan atraer, succionar y devorar por toda deficiencia, toda desnudez, todo dolor. Éstos son los verdaderos amantes, los santos. Hacia ellos tiende toda la humanidad que aspira más que a la norma y a la rutina, ganados por su sacrificio. Todo otro sacrificio pequeño adquiere valor y sentido, en ellos se cumple y justifica todo el problema de los solitarios, de los superdotados, de los difíciles y a menudo desesperados. Pues el genio es amor, es anhelo de abnegación y no se satisface sino en este último y total holocausto”. Hermann Hesse, en una carta dirigida a un joven de 18 años; Montagnola (Suiza), 28 de febrero de 1950.

Si existen pensadores cuya obra es difícil de clasificar dentro de una tendencia filosófica, el caso de la filósofa francesa Simone Weil es especialmente paradigmático. Lo vasto que dejó escrito y fue publicado en su mayoría póstumamente jamás se podría entender si no es a la luz de su experiencia de vida. Dotada de una extraordinaria sensibilidad humana y de una profunda y dolorosa consciencia de los males que aquejan a nuestra época, Simone, en toda la complejidad de su pensamiento y actitud de vida, nunca podría ser calificada sólo como una activista social marxista ni tampoco sólo como una conversa al cristianismo que llegó a ser una de las pocas místicas que registra el siglo XX. Salir de estas dos lecturas convencionales y reduccionistas nos permitirá comprender el hondo sentido de humanidad y de fe que vibra en la vida y obra de esta -siempre considerada- “extraña” y “exagerada” mujer.

Simone Weil nace el 3 de febrero de 1909 en París, en el seno de una familia judía agnóstica. Crece en un ambiente familiar de contención y afecto que fomenta su desarrollo intelectual. Su padre, médico, se moviliza con frecuencia de ciudad en ciudad escapando de la primera guerra mundial. Su hermano André se convierte en un matemático brillante y precoz, hecho que algunos biógrafos de Weil señalan como el origen de su arrolladora auto-exigencia personal que en parte podría explicarse por su inclinación a compararse con su hermano (incluso cuando ella misma también es intelectualmente precoz). De pequeña suele enfermarse con frecuencia, pero en ella se manifiestan desde temprano un gran potencial intelectual así como una inmensa capacidad de conmoverse ante las situaciones adversas. (Una anécdota refiere que a la edad de cinco años, viendo el infortunio de otros niños de su edad, decide privarse de golosinas).

Durante su adolescencia estudia con gran entusiasmo literatura y filosofía clásicas. Bajo el impulso intelectual de sus padres va pasando por los más prestigiosos liceos donde recibe una fuerte cultura humanista de la mano de sus profesores René Le Senne y “Alain” (Émile Chartier). Con este último mantendrá una amistad duradera que se manifestará en una asidua correspondencia. Durante esta época en los liceos, se entusiasmará con la lectura de los diálogos de Platón y también con Descartes, Kant y Spinoza, al mismo tiempo que comienza a familiarizarse con la doctrina marxista. A los 19 años Simone ingresa con la calificación más alta a la École Normale Superiore (seguida, en segundo lugar, por Simone de Beauvoir). En uno de sus escritos autobiográficos, Beauvoir comenta sobre ella: “me intrigaba por su gran reputación de mujer inteligente y audaz. Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado China y me contaron que cuando ella escuchó la noticia lloró. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dones como filósofa. Envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero”. En esta época comienzan sus agudos dolores de cabeza producto de una sinusitis crónica que no le abandonarán jamás. Se recibe a los 21 años en 1930 con notas brillantes y en 1931 obtiene su agregación en filosofía con la tesis Ciencia y percepción en Descartes. Ese mismo año comienza su carrera docente como profesora de filosofía en el liceo para jóvenes mujeres de la ciudad de Le Puy.

Un año después, en 1931, encabeza una manifestación de protesta de obreros desempleados. Este hecho -que es inaceptable para un funcionario de gobierno- ocasiona el traslado inmediato de Simone, por parte de las autoridades educativas, hacia el liceo de señoritas de Auxerre.

Durante estos años se desarrolla su pensamiento social y político en relación con el trabajo y la condición de opresión de los obreros, siguiendo la fuerte impronta marxista que ha recibido en su educación. Simone piensa que el trabajo manual debe considerarse como el centro de la cultura. La ciencia debe perfeccionar la técnica, pero ésta no tiene que instaurar su poderío deshumanizando al trabajador, sino que debe ser siempre un instrumento para mejorar y facilitar el trabajo. Pero este mejoramiento no debe producirse meramente en vistas a aumentar el rendimiento del trabajo y de la producción, sino que siempre debe estar en relación con las necesidades del trabajador. Simone sostiene que la creciente separación a lo largo de la historia entre la actividad manual y la actividad intelectual ha sido la causa de la relación de dominio y poder que ejercen los que manejan la palabra sobre los que se ocupan de las cosas.

En estos años, Simone organiza -aparte de sus clases- cursos destinados a educar y concientizar a los obreros. (Ésta es una experiencia que ella había iniciado cuando tenía 18 años. Junto con su hermano y unos amigos de ambos; formaban un equipo que enseñaba todo tipo de conocimientos a la gente más humilde y que se auto-denominaba “Grupo de educación social”). Les enseña la doctrina marxista, economía, matemáticas, literatura y conocimientos básicos. Cree que una revolución bien preparada con conciencia puede liberar a los obreros de su opresión y humillación. Sin ser totalmente comunista apoya a los sindicatos y se asocia a algunos de ellos. Escribe en publicaciones sindicalistas intentando alertar contra los peligros del dogmatismo comunista: la excesiva confianza colocada en la capacidad de los obreros para auto-organizarse y lograr la emancipación, la burocratización del estado comunista, la irracionalidad de los partidos políticos, etc. Como consecuencia de estas audaces actividades, mantiene continuas discusiones con las autoridades educativas en relación a su accionar político y docente. En 1933, nuevamente es trasladada hacia el liceo de Roanne y años más tarde, a Bourges y luego a Saint-Quentin. El último día de diciembre de ese año, se encuentra con Trotsky en París con quien polemiza sobre el marxismo, la situación socio-política rusa y el pensamiento estalinista. Este encuentro ocasiona una gran desilusión en Simone para quien Trotsky había sido un ejemplo de revolucionario. Terminan en una discusión en la cual el líder ruso la acusa de ser una “burguesa intelectual”, mientras que ella descubre en él oscuras motivaciones personales de poder. A partir de este enfrentamiento, Simone termina de convencerse de que su lucha por la liberación del trabajador debe ser emprendida siempre desde el contacto directo y la compenetración con los obreros y su situación de pobreza y nunca desde el peligroso liderazgo político que surge a partir de ciertas visiones intelectualizantes de la injusticia y la opresión social.

Como producto de toda esta experiencia como activista vinculada a los sindicatos de trabajadores, escribe en 1934 Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión obrera (versión castellana: Paidós, 1995). En esta obra, Simone emprende una lúcida y poderosa crítica a la doctrina marxista, a la vez que expone sus propias ideas acerca de las causas de la opresión así como también su propia formulación teórica de una hipotética sociedad libre. Muchos de los puntos sobre los que se centran las críticas de Weil adelantan la posición de lo que hoy se denomina como post-marxismo: la creencia en un progreso histórico ilimitado al que los hombres se subordinan, el reduccionismo a un materialismo económico que no tiene en cuenta otras dimensiones más profundas en las que se manifiesta la explotación capitalista, el mecanicismo naturalista en la concepción de las transformaciones sociales, la creencia en el crecimiento ilimitado del rendimiento productivo, la confianza puesta en la capacidad de organización de las clases obreras, etc.

Frente a estas críticas, Simone propone que para mejorar la organización de la producción es necesaria una comprensión profunda del mecanismo de la opresión así como de la manera en que se vincula con el régimen de producción. Cree que la opresión tiene su expresión primera en la supremacía de la necesidad que la naturaleza impone al hombre. Sin embargo, progresivamente el ser humano la iría dominando y desacralizando, produciendo en él una aparente sensación de emancipación creciente. Pero esta sensación no es más que ilusoria: como dice Fernández Buey1, “la acción humana sigue siendo en general pura obediencia al aguijón brutal de la necesidad inmediata con la diferencia de que en vez de estar acosado por la naturaleza el hombre está acosado por el hombre”. Este tipo de opresión viene dado por el poder. El autor anterior dice2: “el poder encierra una especie de fatalidad que pesa tan implacablemente sobre los que mandan como sobre los que obedecen. De este modo el más funesto de los círculos viciosos arrastra a la sociedad entera detrás de sus amos en una ronda insensata. Nunca hay poder sino solamente carrera hacia el poder y una carrera sin término, sin límite y sin medida, como no hay límite ni medida a los esfuerzos que exige”. Esta carrera sin término hacia el poder es lo que va creando y perfeccionando de manera permanente los instrumentos de dominación (entre ellos los medios de producción). El mejoramiento de estos instrumentos -para lo cual la técnica deshumanizante contribuye- es precisamente aquéllo por lo cual se genera la opresión: oprimido y opresor se convierten en meros juguetes de los instrumentos de dominación. De este modo, se subordina la condición humana en su plenitud vital a estar al servicio de un proyecto técnico unívoco e inerte. Simone destaca particularmente el hecho de que en esta planificación mecánica, el cuerpo -que naturalmente es un misterio- se convierte en un dócil intermediario entre el pensamiento tecnificante y los instrumentos, porque su movimiento programado contribuye a la aplicación exitosa de esta tecnocracia.

No obstante, Simone afirma que el impulso de libertad inherente al hombre, jamás podrá ser eliminado por la opresión. Piensa que la libertad es una facultad que le ha sido dada al hombre para compensar su constitutiva limitación al no poder llevar a cabo el máximo acto creador: poder otorgarse a sí mismo la existencia. Pero precisamente la libertad, entendida como libre acto creador del pensamiento, si le da la posibilidad al hombre de ser el artífice de sus propias circunstancias. Por ello, la sociedad utópica que plantea Simone es aquélla en la que las condiciones materiales son exclusivamente obra del pensamiento sobre la acción. No un pensamiento deshumanizante, sino el que parte de considerar a la libertad como una facultad que debe ampliar las posibilidades de la experiencia de cada individuo. En este sentido, una de las preocupaciones capitales de Weil es la distancia que parece haber entre el pensamiento y la acción. Por esta razón, sus formulaciones en este período se dirigen a tratar de concebir una sociedad -funcionando no como un ideal realizable, pero sí con una tarea regulativa- que se sostenga sobre la base de la acción individual autónoma y crítica y sobre la concepción de una ciencia centrada en el mejoramiento de las condiciones concretas de los individuos. Subraya enfáticamente que una verdadera revolución social y laboral tiene que ir acompañada de una rigurosa reforma de la ciencia y la tecnología. Simone destaca fuertemente el hecho de que la colectividad no piensa y por ello la organización de la sociedad ideal debe apoyarse sobre los hombres considerados como individuos y en su esfuerzo consciente. Debido a la necesaria primacía de una constante reflexión para lograr la acción razonable, Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión obrera refleja a una Simone más técnica y científica, preocupada por elaborar una propuesta teórica concreta que fundamente y guíe su ilusión revolucionaria.

Sin embargo, Simone sostiene que no puede hablar del trabajo y de la condición obrera como intelectual sin haber experimentado ella misma la situación concreta de la opresión a la que se somete el trabajador todos los días. Por ello, en 1934, pide licencia docente e ingresa a trabajar como operaria en la compañía eléctrica de Alshtom en París, con la esperanza de poder observar desde cerca qué modificaciones deberían hacerse para mejorar la condición de los obreros. En 1935 se traslada a una fábrica metalúrgica y a mediados de ese mismo año ingresa a la fábrica Renault en Boulogne-Billancourt. En ellas trabaja a un ritmo agotador todo el día en cadenas de montaje o en prensas industriales. Vive en un barrio obrero en una pequeña y humilde habitación que alquila. Ninguno de sus compañeros de trabajo sabe de su verdadera identidad ni de las razones por las que está entre ellos. Mientras tanto, su salud se deteriora; el dolor de cabeza se intensifica debido al fuerte ruido de las máquinas. Su falta de fuerza física, su escasa salud determinan su despido a fines de 1935 a raíz de su bajo nivel de producción. Como fruto de esta dura experiencia resulta Ensayos sobre la condición obrera (versión castellana: Nova Terra, 1962), una recopilación de cartas escritas entre 1934 y 1936, del diario que Simone lleva sobre su vida en la fábrica en 1934 y ensayos sobre la condición obrera realizados entre 1936 y 1942.

El trabajo fabril durante un año se convierte en una experiencia decisiva en la vida de Simone y anuncia el comienzo de una etapa difícil, marcada por el desánimo y la angustia. Descubre que la condición de opresión y esclavitud a la que están sometidos los obreros no es meramente una vicisitud o consecuencia de determinadas condiciones sociales, históricas o económicas que una revolución bien preparada podría transformar en pos de obtener la libertad. Al haber sufrido ella misma en carne propia la humillación que experimenta el obrero, la esclavitud se le presenta como un verdadero drama individual que impregna y degrada toda la existencia. La opresión no es una circunstancia laboral contingente sino que asume la gravedad de ser una condición ontológica, un modo de estar y percibir el mundo. “El que tiene los miembros deshechos por una jornada de trabajo, es decir una jornada en la que ha estado sometido a la materia, lleva en su carne como una espina la realidad del universo. Para él la dificultad es mirarlo y amarlo” -dirá Simone en A la espera de Dios, un escrito posterior (la cursiva es nuestra). Años más tarde, en una carta dirigida a su amigo, el sacerdote dominico J. M. Perrin, dirá lo que para ella significó el trabajo obrero: “Cuando entré en la fábrica ... la desgracia penetró en mi carne y en mi alma. Nada me separaba de ella, puesto que realmente había olvidado mi pasado y no esperaba ningún futuro, ya que difícilmente podía imaginar la posibilidad de sobrevivir a esas fatigas. Lo que he sufrido allí me ha marcado de una forma tan duradera, que aún hoy, cuando un ser humano, sea el que fuere y en cualquier circunstancia, me habla sin brutalidad, tengo la impresión y no puedo remediarlo, de que hay un error ... Allí he sido marcada, y para siempre, con la impronta de la esclavitud ... Desde entonces siempre me he visto como una esclava”3 (la cursiva es nuestra).

En los Ensayos sobre la condición obrera, Simone determina que la opresión viene dada por varias circunstancias: la velocidad exigida en la producción, por la cual el trabajador queda sometido a la máquina, la humillación de las órdenes de la patronal, la completa marginación del obrero en la toma de decisiones y lo más terrible de todo, la perpetua fatiga e inanición con las que vive el trabajador, por las cuales le es imposible pensar, a la vez que le hacen perder el sentimiento del valor y dignidad de la propia vida y los deseos y esperanzas de revertir tal situación. (En 1936, Simone asistirá a una proyección de la película Tiempos modernos de Charles Chaplin, con la cual quedará admirada por la fidelidad con la que se retrata el sometimiento de los obreros a las máquinas y en general, las condiciones infrahumanas de la vida fabril).

En 1936, retoma la docencia en institutos, pero su debilidad le impide continuar y por ello pide una licencia por mala salud durante un año. Mientras tanto, su esperanza en la revolución liberadora se va disolviendo (“No es la religión, sino la revolución el opio del pueblo” -dirá Simone más tarde4) y su visión del futuro se llena de un negro pesimismo. En efecto, el panorama internacional se ve amenazado por la inminencia de los totalitarismos en Italia y Alemania y se vive un clima apremiante de sospechas e intrigas políticas. Simone se muestra especialmente preocupada por el inexplicable apoyo manifestado por el pueblo alemán al ascenso del nacionalsocialismo. Por ello en 1932 había viajado a la Alemania nazi -cuando Hitler ya era el führer y la persecución racial e ideológica ya estaba en marcha- como corresponsal de una revista francesa, tratando de determinar la razón por la cual los obreros alemanes apoyan al régimen nazi. Concluye que ésto se debe a la tendencia intrínseca de los partidos políticos de izquierda a seguir las propuestas más absurdas y así a anular la capacidad crítica y la libertad de cada individuo. Por otra parte, Simone había manifestado su inquietud por el rechazo de la Rusia Soviética a acoger a los comunistas alemanes que escapaban de la persecución nazi. Presiente la alianza de la URSS con Alemania, hecho que se concretaría en 1939, cuando ambos países firmarían un pacto que aseguraba el mantenimiento de relaciones comerciales y el reparto de un país tan golpeado como Polonia. Simone había advertido la completa tergiversación de los ideales comunistas en las manos de la dictadura absolutista de Stalin y en su condición provisoria de periodista, se atrevió a denunciar públicamente los crímenes de su régimen, comparándolos directamente con los que cometen los nazis.

Sin embargo, su participación más comprometida tiene lugar en la Guerra Civil española. En agosto de 1936, llevada por un impetuoso sentimiento de deber, se alía a una de las llamadas brigadas internacionales que apoyan a los republicanos anarquistas. Se desempeña como periodista voluntaria en Barcelona y se incorpora al combate armado en Aragón. Allí aprende a usar el fusil pero nunca se atreve a dispararlo. De esta cruda experiencia, le queda el amargo sentimiento de la brutalidad y del sin sentido de la guerra. Observa, profundamente anonadada, cómo en el campo de batalla hasta el más básico principio humanitario es dejado de lado ante la arrasadora consigna de matar y asegurar la supervivencia individual o grupal. Frente a esta drástica alienación de la alteridad, la reducción a cero de cualquier sentimiento fraterno, cualquier reconocimiento de la humanidad del adversario, cualquier valor, Simone siente frustrada su participación en esta guerra y se niega a celebrar las pequeñas victorias bélicas de su grupo. Considera que también el vencedor que parece “justo” recurre al ejercicio del poder y se regocija en el sometimiento y humillación del otro.

Esta injusticia deshumanizadora de la guerra la impulsa a estudiar en la historia los casos en los cuales los pueblos quedan sujetos al dominio de otros más fuertes. Pone especial interés en las civilizaciones antiguas que se habían mostrado pacíficas y respetuosas de la vida en todas sus formas. En cambio, encuentra que otras como la romana o la judía -de la que paradójicamente ella desciende- son ejemplos históricos de aquel instinto gregario del hombre hacia la colectividad por el que se oprime al prójimo y se elude la responsabilidad individual. “Roma es el gran animal ateo, materialista, que sólo se adora a sí mismo. Israel es el gran animal religioso. Ni uno ni otro es amable. El gran animal [en referencia a la “masa” del pueblo tal cual es descripta en República VI (443b)] es siempre repugnante”5.

Una grave quemadura en el pie la obliga a abandonar el frente y a retornar a Francia. Nuevamente se incorpora a la docencia, pero continuamente debe pedir licencias por su deteriorada salud. Atraviesa el momento más crítico de su vida y la desesperación y la desesperanza hacen presa de ella. Se encuentra completamente sola sin ningún tipo de apoyo hacia su lucha y su pensamiento. Ante las enormes críticas que la acusan de “individualismo”, “utopismo”, “pequeño burguesa”6 recibidas incluso de los mismos trabajadores que ella pretendía defender, Simone siente que su lucha ha sido en vano. Algunos comentadores de Weil marcan este año, 1937, como el punto en el que su pensamiento comienza a dar un viraje desde preocupaciones socio-éticas a preocupaciones, como dice Fernández Buey7 “ético-estéticas” o “ético-religiosas”.

Como señala el mencionado autor tres son las experiencias que estimulan este cambio.

La primera de ellas transcurre en 1935, durante un breve viaje que Simone realiza con sus padres hacia Portugal y España, en el intento de restablecer la salud perdida de la hija después de la dura experiencia vivida en la fábrica. En un pueblito pobre de Portugal, una noche de luna llena a las orillas del mar, Simone observa en su soledad una procesión católica popular de humildes mujeres de pescadores, que portando cirios encendidos, van entonando cantos litúrgicos. La solemnidad, sencillez y belleza de la escena la impresionan profundamente. Le hacen reparar por vez primera en el fenómeno de la fe cristiana y experimenta una extraña sensación de comunión con aquellas peregrinantes. Retomando el famoso pensamiento de Nietzsche dice en una de sus cartas: “tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla ... y yo entre ellos”8. En efecto, después de su larga experiencia al lado de los obreros, Simone siente que también ella es una esclava; pero esta constatación no la conduce a una suerte de tentativa de subversión de los valores para lograr la liberación o emancipación del individuo. El sufrimiento psíquico, moral y espiritual de la opresión no puede enfocarse desde un impulsivo intento por suprimirlo, sino que para Simone, trae consigo el auténtico desafío de experimentarlo para penetrar en la hondura de su fatalidad. La experiencia de este dolor es además para ella, la vía genuina para sentirse en humana correspondencia con los más desdichados.

La segunda experiencia ocurre en la primavera de 1937, cuando Simone deja de dar clases a raíz de recaídas en su salud y entonces se le presenta la oportunidad de viajar a Italia. En el pueblo de Asís visita la capilla románica de Santa María de los Ángeles que había sido frecuentada por San Francisco de Asís. Por esa época Simone ya está interesada en el cristianismo y se dedica a estudiar la vida de pensadores y mártires cristianos. Queda profundamente impresionada por la pureza de vida que había llevado San Francisco. Ante la belleza sencilla del estilo románico y en el presentimiento de la presencia pasada de Asís, Simone siente por primera vez en su vida la necesidad de arrodillarse y rezar.

La tercera experiencia, que es la más intensa y mística, tiene lugar en la abadía francesa benedictina de Solesmes, durante los oficios religiosos de Pascua en 1938. En medio de terribles dolores de cabeza, Simone escucha el canto de los monjes gregorianos. Dice en A la espera de Dios: “tenía unos dolores de cabeza fortísimos; cada sonido me dolía como un golpe; sólo un extremo esfuerzo de atención me permitía salir de esta miserable carne, dejarla que sufriera sola, acurrucada en su rincón, y encontrar una alegría interior pura y perfecta en la inaudita belleza del canto y las palabras. Una experiencia que me permitió por analogía amar el amor divino a través de la desgracia”9. Lo que Simone siente en ese momento es el peso de todo el dolor de la humanidad que ella ha recogido en su experiencia y en el paroxismo de su sufrimiento, se le revela la condición también sufriente de Cristo. Dice ella misma: “la Pasión de Cristo entró en mi ser de una vez y para siempre”; “el mismo Cristo descendió y me tomó”10. Descripciones como éstas han sido interpretadas como verdaderas visiones producto de un éxtasis místico; sin embargo, es difícil determinar el carácter de lo que Simone experimentó, dado que de por sí su escritura se caracteriza por una intensidad poética llena de vivacidad y alusiones metafóricas.

Estas tres experiencias contribuyeron a que el pensamiento de Weil se oriente hacia lo religioso, atendiendo al problema del dolor y al problema de la consideración de lo humano desde el punto de vista de lo trascendente. A partir de esta segunda etapa sus escritos se caracterizarán por cierta ambigüedad entre una actitud agnóstica y una actitud de fe que aspira hacia una visión sobrenatural. Al mismo tiempo, abandonarán el tono científico y planificador de sus primeras obras, impregnadas por una marcada tendencia hacia la posición de un sindicalismo anarquista de corte reformista. En cambio, adoptarán un tono más intimista, doloroso y fuertemente subjetivo. Su escritura se convertirá en un vivo esfuerzo por lograr lo que ella llamaba “desnudez” en la expresión: el intento por plasmar con pureza y transparencia el “ser interior íntegro”.

Simone ve en el cristianismo no a un culto y un dogma establecidos, sino una tradición cultural, cuyo sentido no es prescriptivo sino estético. La visión cristiana encarna aspiraciones universales que también están presentes en el pensamiento de otras culturas y en otras épocas. Así Simone, en similitud con los primeros cristianos tales como San Justino o San Clemente de Alejandría, considera que la actitud cristiana hacia la verdad es equiparable con la de los griegos y con cualquier búsqueda auténtica de lo trascendente (incluyendo la tradición de pensamiento oriental). Esta “universalidad vocacional” -como Fernández Buey la llama11- que estuvo presente y fue afirmada en los textos de los primeros cristianos es posible sobre la base de la idea un hombre universal. En efecto para este cristianismo ecuménico, el hombre es uno en su condición de fragilidad, en su vivencia física y espiritual del dolor y en su aspiración intrínseca hacia lo trascendente. Precisamente, esta búsqueda de lo trascendente permite hablar de una comunión universal entre los hombres; algo parecido a la “Ciudad de Dios” de San Agustín, cuyos integrantes estaban dispersos por el mundo en tácita afinidad de espíritu y a la espera paciente de las señales de Dios.

Pero sin duda, lo que más interesa a Simone del cristianismo es la manera en que comprende el dolor y la infelicidad del hombre. Se trata de una de las religiones que -al menos en sus orígenes- le otorga al sufrimiento un carácter ontológico, inherente a la constitución real del hombre. El dolor no es producto de un estado ilusorio, un defecto de la percepción que podría eliminarse ascendiendo a un modo superior de existencia. Él tiene su origen en la condición carnal del hombre, en su facticidad material. Para la visión cristiana, carne, pecado, mal y sufrimiento están indisolublemente ligados y si bien pueden eliminarse provisionalmente o al menos atenuarse por los efectos de la gracia divina, la posibilidad de su completa supresión implica la elaboración de una teología de la salvación que se manifiesta como promesa escatológica en un tiempo trans-histórico ajeno a la voluntad humana.

Así como el dolor parece ser inherente al hombre, así también lo es la desdicha. Para Simone la desdicha es la marca misma de la esclavitud. Pero la esclavitud ya no es sólo el modo de estar en el mundo propio del trabajador oprimido, sino la condición ontológica misma del ser humano en tanto vive sometido a las fuerzas de la necesidad, a la mecanicidad fatal que gobierna no sólo el mundo, sino al universo. El desdichado es aquél que vive en la permanente evidenciación consciente de su propia esclavitud espiritual. La desdicha es un estado crónico que acompaña al dolor físico, pero que a diferencia de éste deja una huella duradera en el alma. Como dice Fernández Buey12: “la desdicha es desarraigo de la vida, un equivalente atenuado de la muerte ... alcanza [la vida] directa o indirectamente en todas sus partes, social, psicológica, física; ... inyecta en el alma el veneno de la inercia. Es ante todo anónima, nos priva de personalidad y nos convierte en cosas”.

El reconocimiento de la realidad efectiva y universal del dolor y de la desdicha dentro de este cristianismo ecuménico que sostiene Simone, permite la posibilidad de un verdadero diálogo y comprensión mutua entre los seres humanos sin importar en qué circunstancias culturales, sociales, políticas, etc. se encuentren.

Mientras tanto en septiembre de 1939, la segunda guerra mundial es declarada. Nuevamente el presentimiento del horror de la guerra obliga a Simone a retornar a París y a estar allí espectante de su desenvolvimiento. Escribe Reflexiones sobre los orígenes del hitlerismo y La Ilíada o el poema de la fuerza que aparecen en diversas revistas y que son redactadas a propósito de su asombro frente a la inexplicable irracionalidad de la guerra alemana.

Pero es un año más tarde, en 1940, con la invasión de Hitler al norte de Francia, cuando comienza una verdadera tragedia para el pueblo francés. Los dirigentes franceses declaran la rendición de su país frente a los alemanes y éstos permiten la auto-gestión del sudeste francés a cargo del mariscal francés Philippe Petain con capital en Vichy. Sin embargo, no todos los franceses aceptan pasivamente esta situación y entre ellos el general Charles De Gaulle se convierte en líder de la resistencia. Viaja a Londres y allí funda el movimiento de resistencia contra los alemanes Francia Libre, que tiene como objetivo derrocar al régimen nazi y liberar a este país.

Después de la rendición del gobierno francés, Simone y su familia se trasladan inmediatamente a Vichy. Allí escribe polémicos artículos para revistas literarias como Cahiers du Sud, asociada a un grupo de resistencia. Intenta retomar la enseñanza, pero a raíz de la política anti-judía de Vichy se le niega todo cargo docente. Con una peligrosa audacia, Simone se atreve, por medio de cartas, a reclamar a las autoridades el trato injusto e inhumano que reciben no sólo los judíos sino también sus compatriotas. Cuando la situación de los judíos franceses se vuelve insostenible, Simone cede ante los ruegos de su familia de abandonar tal lugar y parte para Marsella en octubre de 1940.

El año que Simone pasará en Marsella estará marcado por una intensa renovación espiritual. Allí conoce al sacerdote dominico J. M. Perrin, en quien encuentra a un fiel interlocutor para canalizar sus profundas inquietudes espirituales. Testimonio de la riqueza de sus diálogos son las cartas que Simone le escribe, hoy reunidas junto a otros escritos en la obra compilada A la espera de Dios (versión castellana: Trotta, 1998). Perrin -como dice Scarinci de Delbosco13- “con extrema delicadeza intent[a] liberar el pensamiento religioso de Simone Weil de sus tendencias al catarismo y al estoicismo”. Además, trata de hacer que Simone se bautice y entre así a la comunidad de la Iglesia católica. Sin embargo, ella se resiste, dado que piensa que sería una traición a su aspiración universalista de corresponder a todas las tradiciones de pensamiento que para ella siguen una misma línea, en tanto buscan el bien dejando de lado el desprecio a los desdichados, la gloria personal y el uso de la fuerza y el poder para someter al otro.

En Marsella, Simone también siente la necesidad de acompañar a los trabajadores más humildes y por eso decide compartir la tarea agrícola en el campo. Por intermedio del padre Perrin, Simone se hospeda en la granja vitivinícola de Gustave Thibon, un escritor católico que organiza trabajo comunitario. Al principio, Thibon mira con desconfianza a Simone y su actitud intelectual un tanto subversiva le despierta antipatía. Igualmente ocurre con los trabajadores que ven inmiscuirse en sus tareas a una mujer con tan poca aptitud física y que parece sospechosamente “extraña” en cuanto a su modo de pensar y actuar. Sin embargo, el trato paciente y afectuoso de Simone hará que poco a poco gane la confianza de sus huéspedes. Incluso Thibon llega a convertirse en un gran amigo de ella, profesándole una gran admiración. (“No he encontrado jamás en un ser humano semejante familiaridad con los misterios religiosos; jamás la palabra ‘sobrenatural’ me ha parecido tan henchida de sentido como a su contacto -declarará posteriormente Thibon14). Una prueba de la confianza que Simone le tiene al escritor es el hecho de que será a él a quien le confiará sus escritos de ese año y de otros anteriores (que él conservará y publicará en 1947 con el título La gravedad y la gracia, acompañado de un conmovedor prólogo de su autoría que impacta por la intimidad y profundidad con las que realiza su propia semblanza de Simone).

También durante este año se da su mayor actividad intelectual. Comienza a estudiar sánscrito con la ayuda de un antiguo compañero de liceo, René Daumal, con el propósito de leer la Bhagavad Gītā (texto que había comenzado a leer un año antes). Por intermedio de Daumal, Simone tiene la oportunidad de conocer y trabar amistad con Giuseppe Lanza del Vasto, el discípulo de Gandhi que, conservando una visión católica de base, también se propone luchar en Occidente contra la guerra, la violencia, la miseria y toda forma de opresión. Asimismo, Simone accede a la lectura del Tao Te Ching, de los libros de las Upanishads, el Libro tibetano de los muertos y a otras lecturas de origen oriental o extra-occidental. Por otra parte, su antiguo interés por la filosofía griega se acrecienta, especialmente respecto a Platón y a los pitagóricos en torno a sus formulaciones de la belleza y la armonía matemática del universo. Simone piensa que la pureza se expresa como belleza y el pensamiento de la existencia de lo puro es lo que hace que el desdichado pueda soportar su opresión. “Nada hay puro en este mundo, salvo los objetos y los textos sagrados, la belleza de la naturaleza (sí se la contempla en sí misma, sin tratar de alojar en ella las fantasías propias) y, en menor grado, los seres humanos en los que Dios habita y las obras artísticas surgidas de la inspiración divina” (Pensamientos desordenados)15. Por eso, Simone siente que su principal tarea es tratar de volver accesible a los más excluidos aquellas obras que reflejan con su belleza la pureza y que ayudan a hacer más soportable la existencia. Se propone compartir la lectura de obras literarias griegas tratando de transmitirlas directamente en griego. Cree en el poder de las recitaciones litúrgicas y por ello reza, junto a los campesinos, el padre nuestro también en griego.

Entre 1941 y mediados de 1942, Simone escribe una gran cantidad de artículos acerca de la filosofía cristiana, la poesía mística cristiana (San Juan de la Cruz especialmente), la literatura griega, la ciencia moderna y sus últimos desarrollos teóricos, sobre la matemática (estimulada por la densa correspondencia con su hermano André), sobre cuestiones de didáctica, etc.

Pero es sin duda durante estos dos años cuando más escribe acerca de su pensamiento teológico-místico, expuesto mayormente en sus obras compiladas A la espera de Dios y La gravedad y la gracia. Se trata de una visión que a la vez original, resulta muy difícil de abordar. No es posible hallar en ella sistematicidad ni plena coherencia; incluso parece poder encontrarse un uso deliberado de la contradicción (característica propia de todo pensamiento que pretende acceder a lo sobrenatural). Pero en Simone la contradicción se torna especialmente evidente porque en su caso no se puede hablar de una entera conversión al cristianismo ni tampoco siquiera de una afirmación rotunda de la existencia de Dios. (Habría que considerar si en la experiencia mística auténtica tales “requisitos” se muestran como indispensables, dado que la intensidad de la vivencia podría borrar la aparente importancia de las categorizaciones que esos requisitos implican). Además, su misticismo está impregnado de una permanente oscilación entre la consciencia de la trascendencia radical de este mundo del bien, la pureza y lo sobrenatural, por un lado (“El ser y el bien [a propósito de lo que dice Platón en los libros VI y VII de la República] están en otra parte”16; “‘Nuestro Padre que está en los cielos...’ dice el Pater nostrum. Ese es el padre que está en los cielos. No en otros lugares. Si creemos tener un padre aquí abajo, ese no es él, es un falso Dios” (La gravedad y la gracia)17) y el amor por la realidad concreta hasta en su extrema sordidez en una especie de fervor inmanentista que se propone aceptar el mundo tal cual es.

En La gravedad y la gracia (versión castellana: Trotta, 1998), Simone introduce dos principios que se volverán fundamentales en sus últimos escritos: gravedad (pesanteur) y gracia (grâce).

La gravedad es una especie de fuerza o impulso natural -que en analogía con la gravedad de la tierra- domina al alma. Se expresa en un conjunto muy amplio de comportamientos y situaciones humanos y no se relaciona con la definición de un mal moral. La gravedad es un producto de la necesidad que gobierna el universo, la mecanicidad y la consecuente fatalidad de los procesos ya sean físicos, naturales, como humanos: sociales, históricos, culturales o individuales-internos. El ser humano está sometido a la gravedad -a esa fuerza que pesa reduciendo su libertad- por la facticidad que genera el mero hecho de existir. El sometimiento esencial del hombre a la fatalidad que acarrea la facticidad pretende ser en este planteo, el punto esencial desde el cual comprender el sufrimiento, la condición de esclavitud y opresión y la desdicha. (“Cada vez que sufrimos un dolor, podemos decir con verdad que es el universo, el orden del mundo ... que nos entra en el cuerpo” (A la espera de Dios)18). La gravedad es una fuerza aplastante que de un lado oprime suprimiendo la libertad y del otro, hace que el alma ceda a la inercia y a la destrucción. Pero la gravedad no sólo se vincula con la muerte y la disolución, sino que comprende el devenir arrollador que gobierna el universo, los ciclos de generación y degeneración. Ante la mecanicidad de estos procesos, el ser humano se queda perplejo porque ellos se desarrollan al margen de sus deseos y con total indiferencia frente a su existencia. (Habría que ver cuánto hay en el pensamiento de Simone de la intuición griega del eterno retorno y en qué medida su propuesta parecería acercarse a la idea también griega de que la sabiduría consiste en la aceptación de la fatalidad trágica del destino humano y en la contemplación de lo simplemente dado al hombre).

La gracia es, en cambio, un impulso que actúa en signo contrario y que hubiera sido imposible de pensar de no haber existido el cristianismo. La gracia es la misericordia misma de Dios, una señal que interviene ante la imploración desesperada del hombre. Pero ella parece presentarse en situaciones extremas y difícilmente determinables.

Gomis Bofill19 dice acerca de cómo entiende Simone la situación del hombre en este mundo : “la desgracia ensombrece la existencia humana, la aplasta y la hace opaca; la desgracia es el lugar del mundo, el bien está en otra parte ... Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente”. Aquí se muestra la gravedad experimentada como sufrimiento, opresión y desdicha; pero ésto se conjuga en una situación inexplicable que es la desgracia. “El gran enigma de la vida humana, no es el sufrimiento, es la desgracia” (A la espera de Dios)20. La situación de la des-gracia, es decir, la más inexplicable y absoluta adversidad y su consecuente angustia interior, tiene para Simone una ilustración perfecta en el relato bíblico de Jobs. De un día para el otro, el hombre que era el siervo más puro y piadoso de Dios pierde todas sus pertenencias y bienes, sus hijos fallecen y él mismo contrae una lepra maligna que lo deja sumido en el aislamiento social. Es entonces, cuando la imperturbable piedad de Jobs se quiebra y deja paso a un lamento desgarrador y conmovedoramente humano. En el colmo de su desesperación, Jobs reprocha a Dios por un lado, lo increíblemente absurdo que es su sufrimiento y por el otro, la injusticia que reina en el mundo y la disolución definitiva que al fin y al cabo es la muerte. Lo verdaderamente asombroso del relato es que parece constituir una refutación -planteada desde el ser humano concreto y carnal- de todos los consuelos religiosos que se dan al sufrimiento. Jobs sobrepone el peso de la concretud de su dolor a las argumentaciones convencionales del dogma que pretenden atribuir a la voluntad de Dios una teodicea que a la larga condena a los malos y premia a los buenos.

Este rehusamiento a hallar consuelo en la religión y en cambio atenerse a la cruda concretud del sufrimiento es lo que Simone llama un ateísmo purificador. Dice ella misma: “descartar las creencias que colman el vacío, suavizadoras de amarguras. La de la inmortalidad, la de la utilidad de los pecados ... La del orden providencial de los acontecimientos; en suma, los ‘consuelos’ que se buscan ordinariamente en la religión”21; “la religión como fuente de consuelo es un obstáculo a la verdadera fe: en este sentido, el ateísmo es una purificación. Debo ser atea con la parte de mi misma que no ha sido hecha para Dios. En los hombres en quienes la parte sobrenatural no ha despertado, los ateos tienen razón y los creyentes se equivocan” (La gravedad y la gracia)22.

Ahora bien, si la función del cristianismo (o la de cualquier religión) no consiste en brindar consuelo frente a la adversidad ¿cuál es su sentido entonces? Simone responde: “la extrema grandeza del cristianismo proviene de que no busca un remedio sobrenatural para el sufrimiento, sino un uso sobrenatural de los sufrimientos” (La gravedad y la gracia)23. Así como Jobs, el hombre desesperado cae de rodillas en actitud de súplica hacia algo que esté por encima de él y que se sobreponga a su realidad miserable. Ésto no implica creer en la existencia de Dios. “Un modo de purificación: orar a Dios, no sólo en secreto con respecto a los hombres, sino pensando que Dios no existe” (La gravedad y la gracia)24. Para Simone el rezo es una actitud inherente al ser humano que busca invocar lo sobre-natural, con el fin de aniquilar la existencia dolorosa y con ella, detener la necesariedad de los procesos (aquéllos fatales e irreversibles como lo son la enfermedad, la degradación social e interna, etc.) que provocan la esencial condición de opresión del ser humano. “Actitud de súplica: debo necesariamente dirigirme a algo que no sea yo misma, puesto que se trata de liberarme a mí misma. Intentar esta liberación con mi propia energía sería como una vaca que tira de su manea y cae de rodillas. La liberación sólo puede venir de lo alto” (La gravedad y la gracia)25.

De esta manera, lo trascendente es vivido como la apelación urgente de lo Otro: lo ajeno y distinto de la necesidad implacable del mundo. La invocación de Dios es un clamor visceral desde la experiencia de la des-esperación en el silencio de su ausencia.

En la actitud de súplica, el individuo se abandona a lo incierto, se entrega al puro devenir. Ya en este punto no se trata tanto de que desee detener el sufrimiento como de hacer que desaparezca la propia resistencia interna a su acontecer. Es en este momento cuando intercede la gracia, tal como en el relato de Jobs, ante cuyas súplicas Dios se hace presente. Pero a diferencia de éste, difícilmente podríamos hablar en el pensamiento y la experiencia de vida de Simone de una suerte de teofanía, algún tipo de aparición mística o una especie de intervención milagrosa -al menos no explícitamente referida. Más bien parecería tratarse de una progresiva transformación interna, la donación de una disposición férrea ante la realidad del sufrimiento y la desgracia. Contrariamente al relato de Jobs en el que finalmente Dios premia la honestidad y firmeza de su siervo restituyéndole su anterior condición de prosperidad, para Simone, la gracia, como expresión de la misericordia de algo sobre-natural, no suprime el sufrimiento ni elimina en forma definitiva la gravedad que gobierna el universo. “El hombre no escapa a las leyes de este mundo sino por la duración de un relámpago. Instantes de tregua, de contemplación, de intuición pura, de vacío mental, de aceptación del vacío moral. Sólo por esos instantes es capaz de lo sobrenatural”26. Únicamente en el momento de la súplica desesperada -o también, como ella recalca, en el sumirse en el éxtasis de la contemplación, en la dicha del gozo, en definitiva, en el summum desbordante de cualquier vivencia- el hombre puede liberarse fugazmente de la necesidad que gobierna el mundo. Sin embargo, esta liberación no es definitiva: su eficacia consiste en la finalidad de otorgar al alma una fortaleza o resistencia extra para sobrellevar con absoluta obediencia la gravedad aplastante del universo. “La vida, tal como es, solamente resulta soportable a los hombres por la mentira. Quienes rechazan la mentira y, sin rebelarse contra el destino, prefieren saber que la vida es intolerable, acaban por recibir desde afuera, desde un lugar situado fuera del tiempo, algo que permita aceptar la vida como es” (Pensamientos desordenados)27.

Pero esta fortaleza que permite el acatamiento obediente de la necesidad no es tanto el producto del consuelo que otorga la gracia, sino de cierto sentido de deber que por medio de aquélla se le revela al hombre. Aquí Simone arriesga su visión teológica propiamente dicha, partiendo de la visión cristiana de la divinidad y el mundo.

Uno de los misterios que encierra la idea de Creación del mundo a partir de la nada es entender la relación que semejante acto tiene con el ser del Creador. La larga tradición del pensamiento cristiano ha hecho descansar la omnipotencia de Dios sobre la afirmación de que el acto de creación del mundo no ha disminuido ni alterado el ser de Dios. Éste permanece incólume, retraído en la voluntad inquebrantable de su Unidad. Es quizás San Agustín quien primero percibe con agudeza la ambigüedad que supone esta afirmación (más adelante, Meister Eckhart y los filósofos renacentistas posteriores harían de esta ambigüedad el centro de sus especulación teológica). El ser de las cosas creadas no podría ser radicalmente distinto del ser de Dios, porque no podría haber algo distinto a Dios, si Él es la totalidad, si Él es omniabarcante. Por otra parte, si se acepta la suposición cristiana tradicional de que la permanencia de la existencia de las criaturas depende de la constante donación divina del ser (Dios no sólo crea el cosmos, sino que mantiene continuamente su existir), entonces Dios no puede permanecer inalterable e indiferente frente al mundo. Debe ocuparse continuamente de él y del hombre, restaurar con su gracia el mal que éste ocasiona, bendecirlo o castigarlo, velar por la continuidad de los procesos que aseguran la permanencia del mundo. De esta manera, por un lado, si el ser de las cosas no puede ser radicalmente distinto del ser divino, entonces el ser de Dios está diseminado en todas las cosas (panteísmo). Por el otro lado, si la existencia del universo depende de la intervención divina constante, entonces Dios -como entidad personal- tiene que estar presente en el mundo, debe ser intramundano (inmanentismo). Tanto en el panteísmo como en el inmanentismo, Dios no puede permanecer como una entidad inmutable fuera del mundo. Si así fuera -tal como ocurría en la concepción filosófica de la divinidad que se sostenía en general en la filosofía greco-latina- entonces Dios habría abandonado su obra luego de haberla hecha y ello implicaría, por otra parte, que la existencia del mundo y sus procesos intramundanos se den con independencia de la intervención divina. Pero para la visión cristiana -tradicional y temprana- ésto no puede ser posible, porque Dios tiene una relación de paternidad irrenunciable con el mundo. Sin embargo, el mismo San Agustín advierte que sostener las ideas de panteísmo y trascendencia socavan la omnipotencia y omniabarcabilidad de Dios. No podemos hallar a Dios como totalidad infinita de lo existente en ninguna criatura ni en la totalidad de las criaturas de la Creación. Como toda noción que refiere a una totalidad, Dios en tanto pensado, necesita ser trascendente. Para Agustín, la trascendencia y la inmanencia le pertenecen a Dios al mismo tiempo y esta ambivalencia no tiene explicación sino en su naturaleza misteriosa.

Alain, el profesor de Simone, pensaba que la Creación -y que el mismo Cristo crucificado- era un signo de la debilidad constitutiva del Dios cristiano. Simone opina lo mismo, pero a diferencia de San Agustín no cree realmente que sea inmanente o trascendente. He aquí la originalidad y dificultad de su visión teológica.

El centro de la visión cristiana es el amor por el cual Dios crea al mundo y al hombre. Pero todo amor exige un sacrificio, una entrega. Simone dice: “el sacrificio de Dios es la Creación” (El conocimiento sobrenatural)28. Dios se ha sacrificado porque en vez de haber permanecido retraído en su unidad inmutable o de haber expandido su ser creando el mundo, ha decidido vaciarse de una parte de su ser. Por amor, Dios ha donado su existencia para que el mundo exista, por ello Simone sostiene que la Creación es un “vaciamiento”, un “renunciamiento”, una “abdicación” de Dios; Él ha rechazado ser “todo en el todo”. Ese ser que Dios ha donado al mundo no puede ser más su ser porque ha sido entregado a la gravedad de la necesidad universal. El ser que se halla sometido al devenir necesario de los procesos del mundo ya no es un ser pleno y perdurable, sino más bien un no-ser. Por ello, Dios no está en el mundo ni tampoco su ser es el ser de las criaturas. Dios y el mundo no pueden existir simultáneamente. Mientras el mundo exista, Dios puede ser pensado como una totalidad, pero nunca podrá hacerse presente. Dios se ha retirado del mundo y lo ha confiado al gobierno de la necesidad. Habitar en el mundo es habitar en la ausencia de Dios.

El renunciamiento que Dios hace creando el mundo es un acto de amor y una muestra de la relación sufriente que Dios mantiene con su obra. Sufrimiento que tiene su máxima expresión en el Cristo crucificado de la Pasión. Él es el símbolo de la abdicación de Dios, porque su ser divino, durante su encarnación, ha sido sometido a la necesidad aplastante de la carne, a la gravedad del mundo29. Cuando Nietzsche dice: “también Dios tiene su infierno, y es su amor a los hombres ... Dios ha muerto. Le ha matado su compasión por los hombres” (Así habló Zaratustra), probablemente Simone estaría de acuerdo. No obstante, aunque Dios esté ausente del mundo y ésto pudiese ser valorado como una constitutiva debilidad, la infinita grandeza de Dios no reside en este caso en un supuesto poder de perpetuar su presencia, sino en ser capaz de sacrificarse por amor. Para Simone, el amor es lo contrario de la fuerza que se auto-impone para reafirmar su presencia. El amor es un entrega que implica un no-hacer para dejar que las cosas sean libremente lo que son. Dios ha retirado su presencia en el mundo para arrojarlo a la libertad de ser. (Una posible vía de análisis sería investigar que influencia podría haber tenido sobre Weil, ciertas nociones taoístas como el no-obrar o nociones vedánticas acerca del vacío).

El mundo es entonces la ausencia de Dios. Las criaturas están libradas a la libre determinación de ser. Determinación que, por otra parte, no tiene ninguna finalidad. Simone insiste que el universo está privado de toda finalidad: los procesos son mecánicos, no hay tras ellos un ordenamiento en vistas a un fin metafísico último hacia el cual tiende la totalidad del mundo. La ilusión teleológica sólo puede ser ofrecida por una religión o filosofía del consuelo.

Es en el sufrimiento -ampliamente entendido- cuando esta carencia de fines es sentida como una fuerza ciega y aplastante. El orden del mundo se convierte en lo absurdo. (El microcosmos de la maquinaria infernal de la fábrica como un conjunto de procesos sincronizados con precisión matemática que se desenvuelven en un movimiento vertiginoso e imparable, constituye una metáfora de este universo visto como una máquina colosal e inerte movida por la necesidad fatal. Habría que considerar cuánto ha influido en Simone la experiencia fabril para el desarrollo de su visión del universo como gravedad. Por su parte, Blaise Pascal -que tanto tuvo que ver en la formación temprana de Simone-, supo expresar, en los albores del pensamiento moderno, el desconcierto ante la mecanicidad indiferente del universo). Esta visión del devenir del mundo guarda una estrecha conexión con la heírmarméne de los gnósticos: el destino universal dictaminado por fuerzas malignas personificadas que oprimen a los hombres y les impiden el acceso al Dios ocultísimo que trasciende radicalmente el mundo. Pero, a diferencia de los gnósticos, que menosprecian el sufrir mismo y lo consideran como el signo de la carencia de una inmunidad innata y por lo tanto, de un tipo de hombre que no ha sido destinado para salvarse, Simone afirma el uso sobrenatural del sufrimiento que ella cree encontrar en la esencia del cristianismo.

Decíamos que la actitud de súplica a la que conduce la desgracia constituye una experiencia de la ausencia de Dios. (Ya San Agustín, al comienzo de sus Confesiones, presentía esta ausencia al notar la ambigüedad que implicaba el hecho de invocar la presencia de Dios: por qué llamarlo si se supone que él es inmanente al mundo y por lo tanto, está dentro del hombre). La ausencia de Dios se constata a la par de la solicitud de su presencia. Y a su vez, esta solicitud desesperada sólo puede experimentarse una vez que se tiene la sensación de que la propia individualidad ha sido devastada por la fatalidad apremiante de la gravedad. Sólo queda la carne sufriente sometida a la lenta degradación de los procesos necesarios que la arrastran hacia la inercia o la muerte. Lo que se produce entonces es una suspensión del yo mediante el abandono del propio ser a las fuerzas aniquiladoras de la necesidad. Pero precisamente en este abandonarse que implica el acto de súplica, el yo como substracto que soporta los efectos de la gravedad queda interrumpido y con ello el alma queda sustraida fugazmente al imperio de la necesidad. Para Simone, sólo en estos instantes de superlativa extra-ordinariedad, el alma reproduce ella misma el sacrificio de Dios pero en sentido inverso: se vacía de su ser y arrojándolo a la voluntad de Dios, se lo devuelve. Únicamente por este vaciamiento, que no sólo suspende el yo sino la existencia del mundo, Dios puede existir y hacerse patente. El hacerse patente de Dios es la verdadera intervención de la gracia. A través de ella, le es revelada al alma su verdadera necesidad y vocación: la obediencia, por la cual accede a su extrema purificación que es la donación de su ser. “Dios me ha donado el ser para que yo se lo devuelva” (La gravedad y la gracia)30. Esta donación de ser es lo que Simone llama descreación (idea que toma prestada del discípulo de Bergson Charles Péguy).

La obediencia que supone la gracia no es entonces producto del mero consuelo. El alma recibe desde afuera la fortaleza extra que le permite no ir en contra de la necesidad sino acatarla. Así, la obediencia otorgada por la gracia se convierte en un impulso renovador de la existencia. Pero la obediencia acata la necesidad en tanto ésta contribuye a la descreación, es decir, a la posibilidad de suspender el yo para ir al encuentro con la patencia de Dios. Illescas Nájera31, dice respecto a la obediencia que exigirían las experiencias dolorosas: “cuando nos damos a nuestros semejantes y llegamos a compartir su desdicha, nos desposeemos a nosotros mismos, empobrecemos nuestra propia humanidad en tal auto-renuncia, y entonces suprema paradoja, puede abrirse paso la presencia siempre amorosa de Dios; ... el trabajo manual, en opinión de Weil, es también hermoso, también sagrado, ya que puede llevar a las personas a aprender la dura lección de la obediencia a la necesidad del mundo. Así, al someterse a la carga del trabajo, por la fatiga el yo se disuelve y queda un espacio que puede llenar el amor de Dios”.

Podemos observar hasta aquí la vocación mística del pensamiento de Simone. Pero lo que resulta llamativo en él, es la ausencia de una mención explícita a una etapa que caracteriza la experiencia mística: la unio con la Divinidad. Si bien los instantes en que la gracia es dada fugazmente al alma podrían considerarse como algo cercano a la unio, no es posible plantear en Weil una disolución definitiva de la individualidad, ni una participación permanente en Dios. La gracia no puede suprimir la Creación, es decir, el sacrificio amoroso que Dios ha hecho al haber otorgado la existencia al mundo y luego haberse retirado. La gracia no puede anular la existencia del mundo ni su gravedad. Sólo vuelve soportable la necesidad y con ello permite la aceptación de la realidad. El deseo amoroso de Dios es que el mundo exista y por lo tanto también el hombre. Y ciertamente el alma no puede amar a Dios si no es a través del mundo; no sólo porque la obediencia a la necesidad permite lograr la descreación, sino porque en el mundo existe la belleza.

En la contemplación de la belleza no hay apropiación del objeto bello. No hay algo así como una belleza que “colma” o “llena” el alma, sino todo lo contrario. En la contemplación de la belleza lo que se experimenta primero es la insignificancia de quien percibe frente a lo Bello, cuya presencia, para hacerse efectiva, necesita como arrebatar, sustraer la existencia de su espectador. La belleza es también parte de la necesidad del mundo y como tal, también exige obediencia. Pero, a diferencia de otras formas que asume la necesidad -como el sufrimiento o la opresión-, en la experiencia de la belleza, el alma puede dar un “sí” satisfactorio a la necesidad. Ante la belleza el hombre se vacía de sí mismo y se deja inundar en una inducida complacencia por la plenitud de lo Bello. Lo Bello -en el pensamiento de Simone- no puede ser otra cosa que la patencia de Dios.

De esta manera, por medio de lo Bello, se puede aceptar el mundo y hasta celebrar su existencia. De aquí el fervor inmanentista que Simone paradójicamente sostiene y que la alejan de caer en la actitud de un gnosticismo radical que promovería el sufrimiento como una forma de abolición de la existencia del mundo para acceder al Dios trascendente. Nos dice Simone: “El espíritu no está forzado a creer en la existencia de nada ... Es porque el único órgano de contacto con la existencia es la aceptación, el amor. Por eso belleza y realidad son idénticas. Por eso la alegría y el sentimiento de la realidad son la misma cosa” (La gravedad y la gracia)32. La aceptación del mundo que conlleva la obediencia no es así ni el producto del consuelo, ni tampoco del deber entendido como obligación no apetecible por la voluntad. La aceptación del mundo es el único acto de amor al que la voluntad del alma parecería aspirar. Tal como en los griegos, la fatalidad trágica del destino humano debe ser aceptada. Sin embargo, la aceptación no es producto de la prudencia intelectual, de una sabiduría que con humana mansedumbre se percata de la inexorabilidad del destino. El hombre que Simone concibe nunca puede ser el héroe trágico griego, sino un hombre rebasante de humanidad, vulnerable y sufriente que no puede consentir bajo ninguna circunstancia la necesidad aplastante de la gravedad y por ello clama a la gracia divina para que le otorgue fortaleza. La fortaleza no proviene de una heroica -y hasta soberbia- aceptación que realiza por sí sola la razón humana, sino que ella es concedida sobre-naturalmente por la gracia.

Simone muere el 24 de agosto de 1943 a los 34 años. Un año antes había abandonado Marsella para ir a Nueva York, donde sus padres y su hermano la esperaban temiendo por su vida. Antes de arribar a su destino, hace parada durante dos semanas en un campo de refugiados en la ciudad de Casablanca (Marruecos).

Durante 1942 escribe profusamente: Intuiciones pre-cristianas, El conocimiento sobrenatural, la famosa Carta a un religioso (versión castellana: Trotta, 1998), dirigida al padre dominico Couturier.

Una vez en Nueva York, Simone no soporta estar alejada de sus compatriotas franceses en la lucha contra el nazismo. Por ello en noviembre de 1942, se embarca -ya sola- hacia Inglaterra para unirse a la resistencia de Francia Libre. Hacia comienzos de 1943, sólo consigue en esta organización, debido a su débil condición física, un puesto administrativo como redactora de informes en Londres. Realiza con gran entusiasmo su tarea y escribe incesantemente (Escritos de Londres (versión castellana: Trotta, 2000) y Echar raíces (versión castellana: Trotta, 1996). En particular Echar raíces (L´Enracinement), obra inacabada, pretende ensayar el esbozo de la construcción de una nueva sociedad después de los tiempos de guerra apoyada sobre la base de la valoración del trabajo manual y en un sentido más profundo, sobre el reconocimiento de la humanidad del otro. Antes que los derechos de una persona (que en el fondo son impuestos por los otros y por la fuerza), para Simone está su obligación para con la otra. Sin este previo e irrenunciable compromiso individual, no es posible hablar de derechos ni tampoco de una convivencia pacífica entre los hombres. Pero a la vez, este compromiso se hace efectivo si se tiene “raíces”: un sentimiento de cohesión entre las personas que las arraiga a una comunidad. Únicamente esta clase de vínculo -que en ningún caso la reunión territorial que realiza el Estado puede generar- hace brotar espontáneamente los valores espirituales necesarios para garantizar el respeto mutuo y para realizar el trabajo cooperativamente.

Simone pretende participar en el frente de guerra y se atreve a planificar peligrosas misiones que expone directamente al general De Gaulle. Éste las rechaza pensando que está loca. En abril de 1943 se le diagnostica tuberculosis y entra en tratamiento en un hospital de Londres. El dolor de no poder continuar con la lucha y de no estar en la retaguardia hacen que se auto-inflija un sacrificio: comer solamente la ración de alimento que a sus compatriotas detenidos en la Francia ocupada les está permitido. Ella piensa que lo que no come habrá de ser destinado a uno de ellos. Su desnutrición -que ya había comenzado mucho tiempo antes- y su debilidad física le ocasionan la muerte cinco meses después. Su fallecimiento fue valorado como un caso de suicidio por anorexia. Pero lo cierto es que habiendo llevado una vida signada por una terrible y hasta inexplicable capacidad de sacrificio, su muerte no podía dejar de responder con absoluta coherencia a su vocación de mártir.

La transparencia, sinceridad espiritual, la íntegra e inquebrantable determinación con las que Simone se conducía fueron esfuerzos por mantener un valor que ella llamaba probidad intelectual: la fidelidad hacia una verdad indeterminable que quizás vislumbraba en la intervención de la gracia. Fidelidad que la llevó a adoptar decisiones de vida radicales y que la encaminaron hacia un grado extremo de auto-entrega y purificación.

El contacto con la vida y obra de esta mujer produce esa inquietante sensación de estar delante de una verdad mística, cuya devastadora plenitud y superioridad, reduce al mínimo lo humano. Sin embargo, resulta paradójico observar cómo su misticismo nace de preocupaciones que hunden sus raíces en los planteos más radicales y anti-religiosos del pensamiento contemporáneo (marxismo, pesimismo, nihilismo, existencialismo ateo, etc.). Podemos encontrar en Simone, una inquietud acuciante por comprender y experimentar el dolor y la tragicidad inherente a la vida humana. En este sentido, su filosofía conserva como base la impronta muy fuerte de un humanismo que tiene sus orígenes en la literatura y cultura griegas y sobre todo en la tradición de pensamiento cristiano. No obstante este reconocimiento de la constitutiva fragilidad y miseria del hombre, Simone no se detiene en el desarrollo de un humanismo tranquilizador, sino que -y he aquí su grandeza y originalidad- hace de la debilidad y la desgracias humanas, la ocasión para poder vislumbrar la recóndita revelación de lo sobrenatural bajo la trama cruel de la necesidad aplastante del mundo33. Bajo la gravitación de este tipo de pensamiento la tensión dialéctica entre lo absoluto-infinito y lo individual-finito se vuelve casi insoportable para nuestro habitual sentido común. Pero Simone, con su testimonio de vida, nos brinda una increíble muestra de fortaleza y valentía para sobrellevar una vocación sobrenatural y que jamás resulta satisfactoria para el punto de vista de un yo empírico e individual. Como dice Gustave Thibon34: “Simone Weil no puede ser comprendida sino en el nivel en que ella habla. Su obra se dirige, si no a almas tan despojadas como la suya, al menos a aquéllas que conservan en el fondo de sí mismas una aspiración hacia ese bien puro al que ella dedicó su vida y su muerte. No se me escapan los peligros de semejante espiritualidad: los peores vértigos se producen en las cimas más altas”.

Su fe -como lo dice en A la espera de Dios (Attente de Dieu)- ha sido una “espera atenta”, una paciencia activa que se prepara para la inminencia de algo que nunca parece desvelarse...

 

Manuscrito de un carta de Simone Weil que pudo ser escrita entre diciembre de 1940 a enero de 1941.

 

NOTAS Y FUENTES:

-1, 2, 6, 9, 7, 11, 12 Fernández Buey, Francisco “Tema 3: una filosofía moral del compromiso cristiano: Simone Weil”, curso de Ética y Filosofía Política: La Ética en el siglo XX, Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, en la página del Proyecto Idea Sapiens, Filosofía del siglo XX: http://www.ideasapiens.com/filosofia.sxx/eticaypolitica/cursoeticafpolitica%20s.xx%20tema3.htm

-13, Scarinci de Delbosco, María Paola, “El caso ‘Simone Weil’”, en “ 2das Jornadas de Filosofía para no filósofos” revista Boethium del año 2000: http://www.boethium.150m.com/delbosco2000.pdf

-14 Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., p. 9.

-8 Página personal de González, Hernán J., Simone Weil: http://webs.uolsinectis.com.ar/hgonzal/lit/sweil1.html

25, 32 Fragmentos de La gravedad y la gracia: http://webs.uolsinectis.com.ar/hgonzal/lit/sw_gg.html

15, 27 Fragmentos de Pensamientos desordenados: http://webs.uolsinectis.com.ar/hgonzal/lit/sweil1.html#pens

-3, 19 Gomis Bofill, Clara, “Simone Weil, de la revolución al espíritu”, en el diario La Vanguardia (España) el 16 de marzo de 2001: http://usuarios.lycos.es/succedani/webag.html

-31 Illescas Nájera, M. Dolores, comentario al libro de Plant, Stephen: “Simone Weil”, en Revista de Filosofía del Departamento de Filosofía de la Universidad Iberoamericana de México, n° 92, mayo-agosto, 1998: http://www.hemerodigital.unam.mx/ANUIES/ibero/filosofia/92/sec_18.html

-Página de Stuart, Allison, Simone Weil Home Page: http://members.aol.com/geojade/

10 Biografía: http://members.aol.com/geojade/Introduction.htm

Cronología de la vida de Simone: http://members.aol.com/geojade/lifeline.htm

-Página de publicaciones de la Association pour la diffusion de la pensée française (ADPF), Simone Weil: http://www.adpf.asso.fr/adpf-publi/folio/weil/weilSF.htm

16, 17, 18, 20, 28, 30 La filosofía mística de Simone Weil: http://www.adpf.asso.fr/adpf-publi/folio/weil/07.html.

Cronología de la vida de Simone Weil: http://www.adpf.asso.fr/adpf-publi/folio/weil/10.html

-4 Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Sudamericana, Bs. As., 1953, traducción al castellano de Valentie, Ma. E., p. 30.

-5 Ibidem, p. 31.

-21 Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., pp. 57 - 58.

-22 Ibidem, p. 175.

-23 Ibidem, p. 136.

-24 Ibidem, p. 65.

-26 Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., p. 55.

-29 Gustave Thibon, en el prólogo a La gravedad y la gracia, destaca la interpretación personal que Simone hace de la Encarnación y Pasión de Cristo: “... la parte sobrenatural [de la vida de Jesús] es la agonía, el sudor de sangre, la cruz y los vanos llamados a un cielo enmudecido. Las palabras del Redentor ‘Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’, que resumen todas las angustias de la criatura arrojada en el tiempo y en el mal, a quien el Padre sólo responde con el silencio, esas palabras bastan para probar la divinidad del Cristianismo” (Ibidem, p. 29). De este modo, Cristo-Dios reproduce a través de la Pasión dolorosa, la misma situación de desesperación silenciosa y sin respuesta en la que se encontraba Jobs. “La crueldad de los judíos y los romanos tuvo tanto poder sobre Cristo que por el efecto de ella se sintió abandonado de Dios” -dice Simone en El conocimiento sobrenatural. Para ella, si Dios no hubiera descendido al mundo por medio de Cristo y no se hubiera sometido al sufrimiento y la desgracia que imperan bajo la dictadura de la gravedad, entonces el hombre sufriente sería en cierto sentido más grande que Dios.

-33 En la introducción a La gravedad y la gracia (Op. Cit., p. 21), Thibon describe lo que en Simone él encuentra como la “ley de inserción de lo superior en lo inferior”; en palabras de ella: “Todo orden trascendente a otro sólo puede insertarse en éste bajo la forma de lo infinitamente pequeño”. Dice más adelante Thibon: “Y en cuanto al mundo de la gracia, representa a su vez algo infinitamente pequeño en la masa de nuestros pensamientos y afectos profanos: las imágenes evangélicas de la levadura y del grano de mostaza testimonian suficientemente ‘ese carácter infinitesimal del bien puro’”. Estas afirmaciones quieren expresar que lo sobrenatural o trascendente tiene la posibilidad de hacerse presente sólo a través de aquéllo que en el orden del mundo es considerado como lo más despreciable e insignificante y que, o bien es inadvertido o bien es rehuido por todos los medios. De aquí que las situaciones de sufrimiento, pobreza, abandono, indiferencia o desamparo físico-espiritual así como también los momentos que parecen poco importantes por su extrema sencillez y su aparente nimiedad, cobran especial relevancia para la posible patencia de la gracia. Ella “penetra en nuestras almas como una gota de agua que se filtra a través de las capas geológicas sin modificar su estructura, y espera en silencio que consintamos en volver a ser Dios” -dice Thibon (Ibidem, p. 22).

-34 Weil, S.: (1947) La gravedad y la gracia, Op. Cit., p. 41.

-Brown, S., Collinson, D., Wilkinson, R. y otros. 2001 Cien filósofos del siglo XX, Diana, México.