EL
OTRO POR SÍ MISMO
Por
Jean Baudrillard
Indice:
El
otro por sí mismo
El
éxtasis de la comunicación
Los
rituales de la transparencia
Metamorfosis,
metáfora, metástasis
La
seducción o los abismos superficiales
Del
sistema de los objetos al destino del objeto
¿Por
qué la teoría?
EL
OTRO POR SI MISMO
Resulta
paradójico establecer el panorama retrospectivo de una obra que
jamás se ha pretendido prospectiva. Es como cuando Orfeo se vuelve
demasiado pronto hacia Eurídice y con ello la envía para siempre a
los Infiernos. Hay que hacer como si la obra se preexistiera a sí
misma y presintiera su final desde el principio. Esto puede ser de
mal augurio. Sin embargo, hay ahí un ejercicio de simulación capaz
de entrar en resonancia con uno de los temas fundamentales del
conjunto: hacer como si la obra estuviera cerrada, como si se
desarrollara de una manera coherente, como si siempre hubiera
existido. Así que no veo otro modo de hablar de ella sino en
términos de simulación, un poco a la manera como Borges
reconstituye una civilización perdida a través de los fragmentos
de una biblioteca. Es decir, no puedo plantearme el problema de la
verosimilitud sociológica, al que, por otra parte, me costaría
muchísimo responder, sino ubicarme /7/ simplemente en la posición
del viajero imaginario que tropieza con estos escritos como con un
manuscrito olvidado y que, a falta de documentos suplementarios, se
esfuerza en reconstituir la sociedad que describen.
EL
EXTASIS DE LA COMUNICACIÓN
Todo
ha partido de los objetos, pero ya no existe el sistema de los
objetos. Su crítica siempre fue la de un signo cargado de sentido,
con su lógica fantasmática e inconsciente y su lógica diferencial
y prestigiosa. Detrás de estas dos lógicas, un sueño
antropológico: el de un estatuto del objeto más allá del cambio y
el uso, más allá del valor y la equivalencia, el sueño de una
lógica sacrificial: don, gasto, potlach, parte maldita,
consumación, cambio simbólico.
Todo
ello sigue existiendo, y simultáneamente desaparece. La
descripción de tal universo proyectivo, imaginario y simbólico,
siempre fue la del objeto como espejo del sujeto. La oposición del
sujeto y el objeto siempre fue significativa, al igual que el
imaginario profundo del espejo y de la escena. Escena de la
historia, pero también escena de la cotidianidad emergiendo a la
sombra de una historia cada vez más políticamente desinvestida.
Hoy,
ni escena ni espejo, sino pantalla y red.
Ni
trascendencia ni profundidad, sino superficie inmanente del
desarrollo de las operaciones, superficie lisa y operativa de la
comunicación. A imagen y semejanza de la televisión, el mejor
objeto prototípico de esta nueva era, todo el universo que nos
rodea e incluso nuestro propio cuerpo se convierten en pantalla de
control.
Ya
no nos proyectamos en nuestros objetos con los mismos afectos, las
mismas fantasías de posesión, de pérdida, de duelo, de celos: la
dimensión psicológica se ha esfumado, aunque podamos descubrirla
en el detalle.
Barthes
ya lo había señalado a propósito del coche: una lógica de la
posesión, de la proyección propia de una fuerte relación
subjetiva, es sustituida por una lógica de la conducción. Nada de
fantasías de poder, de velocidad, de apropiación unidas al objeto
mismo, sino táctica potencial vinculada a su utilización (dominio,
control y mando, optimización del juego de posibilidades que ofrece
el coche como vector, y ya no como santuario psicológico), y con
ello transformación del sujeto mismo, que así se vuelve ordenador
de la conducción y no demiurgo ebrio de poder. El vehículo se
convierte en una burbuja, el salpicadero en una consola, y el
paisaje de alrededor se extiende como una pantalla televisada.
Pero
podemos imaginar una fase posterior a la actual, en la que el coche
siga siendo un /10/ material de prestación: una fase en la que se
convierta en red informativa. Os habla, os informa
"espontáneamente" sobre su estado general, y sobre el
vuestro (negándose eventualmente a funcionar si no funcionáis
bien), el coche consultante y deliberante, pareja en una
negociación general del modo de vida, algo (o alguien: en esa fase
ya no hay diferencia) con lo que estáis conectados -la baza
fundamental se convierte en la comunicación con el coche, un test
perpetuo de presencia del sujeto en sus objetos-, interfaz
ininterrumpida.
A
partir de entonces, ya no cuentan la velocidad o el desplazamiento,
ni siquiera la proyección inconsciente, ni la competición ni el
que ha comenzado la desacralización del coprestigio. Hace mucho
tiempo, por otra parte, che en ese sentido ("¡Fin de la
velocidad! ", "¡circulo más, consumo menos!"). Se
instala preferentemente un ideal ecológico, de regulación, de
funcionalidad bien templada, de solidaridad entre todos los
elementos de un mismo sistema, de control y gestión global de un
conjunto. Cada sistema (incluido el universo doméstico) forma una
especie de nicho ecológico, de decorado relacional en el que todos
los términos deben mantenerse en contacto perpetuo, informados de
su respectivo estado y del de la totalidad del sistema, pues el
desfallecimiento /11/ de un único término puede llevar a la
catástrofe.
Sin
duda, todo esto no es más que un discurso, pero hay que entender
que el análisis del consumo de los años sesenta/setenta partía
también del discurso publicitario o del, pseudo-conceptual, de los
profesionales. El "consumo", la "estrategia del
deseo" sólo han sido inicialmente un metadiscurso, el
análisis de un mito proyectivo del que nadie ha sabido jamás cuál
era su incidencia real. Jamás se supo más, en el fondo, acerca de
la verdad de la relación de las personas con sus objetos que acerca
de la realidad de las sociedades primitivas. Esto es lo que permite
organizar su mito, pero también porque es inútil pretender
verificar estadísticamente, objetivamente, estas hipótesis. Como
sabemos, el discurso de los publicitarios sirve inicialmente para
los propios publicitarios, y nada nos asegura que el actual discurso
sobre la informática y la comunicación no sirva exclusivamente a
los profesionales de la informática y la comunicación (el discurso
de los intelectuales y los sociólogos plantea, asimismo, idéntico
problema).
Telemática
privada: cada uno de nosotros se ve prometido a los mandos de una
máquina hipotética, aislado en posición de perfecta soberanía,
a infinita distancia de su universo original, es decir, en la
exacta posición del cosmonauta en su burbuja, en un estado de
ingravidez que le obliga a un vuelo orbital perpetuo, y a mantener
una velocidad suficiente en el vacío so pena de acabar
estrellándose contra su planeta originario.
Esta
realización del satélite orbital en el universo cotidiano
corresponde a la elevación del universo doméstico a la metáfora
espacial, con la puesta en órbita de dos habitaciones cocina-ducha
en el último módulo lunar, y por tanto con la satelización de lo
real. La cotidianidad del hábitat terrestre hipostasiada en el
espacio es el final de la metafísica, y el comienzo de la era de la
hiperrealidad. Quiero decir: lo que aquí se proyectaba mentalmente,
lo que se vivía en el hábitat terrestre como metáfora ahora es
proyectado, sin la menor metáfora, en el espacio absoluto, el de la
simulación.
Nuestra
propia esfera privada ya no es una escena en la que se interprete
una dramaturgia del sujeto atrapado tanto por sus objetos como por
su imagen, nosotros ya no existimos como dramaturgo o como actor,
sino como terminal de múltiples redes. La televisión es su
prefiguración más directa, pero el espacio mismo de habitación es
lo concebido actualmente como espacio de recepción y de operación,
como pantalla de mando, terminal dotada de poder telemático,
es decir, de la posibilidad de regularlo todo a distancia, incluido
el proceso de trabajo en las perspectivas de trabajo telemático a
domicilio, y sin duda, además, el consumo, el juego, las relaciones
sociales, el ocio. Cabe imaginar simuladores de ocio o de vacaciones
del mismo modo que existen simuladores de vuelo para los pilotos de
avión.
¿Ciencia
ficción? Sin duda, pero hasta ahora todas las mutaciones del
entorno han provenido de una tendencia irreversible a la
abstracción formal de los elementos y las funciones, a su
homogeneización en un único proceso, al desplazamiento de las
gestualidades, los cuerpos y los esfuerzos hacia mandos eléctricos
o electrónicos, ala miniaturización, en el tiempo y en el espacio,
de procesos cuya escena -que ya no es una escena- se convierte en la
de la memoria infinitesimal y del espacio.
Ahí
reside, por otra parte, nuestro problema, en la medida en que esta
encefalización electrónica, esta miniaturización de los circuitos
y de la energía, esta transitorización del entorno relegan a la
inutilidad, al desuso y casi a la obscenidad, todo lo que
constituía anteriormente la escena de nuestra vida. Sabemos que la
mera presencia de la televisión convierte /14/ el hábitat en una
especie de envoltura arcaica, en un vestigio de relaciones humanas
cuya supervivencia deja perplejo. A partir del momento en que esta
escena ya no es habitada por sus actores y sus fantasías, a partir
del momento en que los comportamientos se focalizan sobre
determinadas pantallas o terminales operacionales, el resto aparece
como un gran cuerpo inútil, abandonado y condenado. Lo real mismo
parece un gran cuerpo inútil.
Han
llegado los tiempos de una miniaturización, de un telemando y de un
microproceso del tiempo, de los cuerpos, de los placeres. Ya no
existe un principio ideal de estas cosas a escala humana. Sólo
persisten efectos miniaturizados, concentrados, inmediatamente
disponibles. Tal cambio de escala es visible en todas partes: este
cuerpo, nuestro cuerpo, aparece como superfluo en su extensión, en
la multiplicidad y la complejidad de sus órganos, de sus tejidos,
de sus funciones, ya que todo se concentra hoy en el cerebro y en la
fórmula genética, que resumen por sí solos la definición
operacional del ser. El campo, el inmenso campo geográfico,
parece un cuerpo desértico cuya extensión resulta innecesaria (y
que aburre atravesar, incluso al margen de las autopistas) a partir
del momento en que todos los acontecimientos se resumen en las
ciudades, a su vez en vías de reducirse a unas cuantas cumbres miniaturizadas. y el tiempo: ¿qué decir del inmenso tiempo libre
que se nos deja, demasiado tiempo que nos rodea como un solar sin
edificar, una dimensión ahora inútil en su desarrollo, a partir
del momento en que la instantaneidad de la comunicación ha
miniaturizado nuestros intercambios a una sucesión de instantes?
El
cuerpo como escena, el paisaje como escena, el tiempo como escena
desaparecen progresivamente. Lo mismo ocurre con el espacio
público: el teatro de lo social, el teatro de lo político se
reducen cada vez más a un gran cuerpo blando ya unas cabezas
múltiples. La publicidad, en su nueva versión, ya no es el
escenario barroco, utópico y extático de los objetos y del
consumo, si no el efecto de una visibilidad omnipresente de las
empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes
sociales de la comunicación. La publicidad lo invade todo a medida
que desaparece el espacio público (la calle, el monumento, el
mercado, la escena, el lenguaje). Ordena la arquitectura y la
realización de super-objetos como Beaubourg, les Halles o La
Villette, que literalmente son monumentos (o antimonumentos)
publicitarios, no porque se centren en el consumo, sino porque, en
principio, se ofrecen como demostración de la operación de la
cultura, de la operación cultural de la mercancía y la masa
en movimiento. Esta es nuestra única arquitectura actual: grandes
pantallas en donde se refractan los átomos, las partículas, las
moléculas en movimiento. No una escena pública, un espacio
público, sino gigantescos espacios de circulación, de
ventilación, de conexión efímera.
Lo
mismo ocurre con el espacio privado. Su desaparición es
contemporánea a la del espacio público. Ni éste es ya un
espectáculo, ni aquél es ya un secreto. La distinción entre un
interior y un exterior, que describía acertadamente la escena
doméstica de los objetos y la de un espacio simbólico del sujeto,
se ha borrado en una doble obscenidad: la actividad más íntima de
nuestra vida se convierte en pasto habitual de los media (
televisión no-stop sobre la familia Loud's en USA, innumerables
"tranches de vie" y emisiones psi en la televisión
francesa), pero también el universo entero acude a desplegarse
innecesariamente en nuestra pantalla doméstica. Pornografía
microscópica del universo, pornografía en tanto es forzada y
desmesurada, exactamente igual que el primer plano sexual en el
porno. Todo ello hace estallar la escena antes protegida por una
distancia mínima e interpretada conforme a un ritual secreto sólo
conocido por los actores.
No
cabe duda de que el universo privado era alimento, en cuanto
nos separaba de los demás, del mundo, en cuanto estaba investido de
un muro protector, de un imaginario protector. Pero recogía
también el beneficio simbólico de la alienación: el Otro existe y
la alteridad puede interpretarse para bien y para mal. Así fue
vivida la sociedad de consumo bajo el signo de la alienación, como
sociedad del espectáculo. Y, precisamente, había espectáculo, y
éste, incluso alienado, jamás es obsceno. La obscenidad comienza
cuando ya no hay espectáculo ni escena, ni teatro, ni ilusión,
cuando todo se hace inmediatamente transparente y visible, cuando
todo queda sometido a la cruda e inexorable luz de la información y
la comunicación.
Ya
no estamos en el drama de la alienación, sino en el éxtasis de la
comunicación. Y
este éxtasis sí es obsceno. Obsceno es lo que acaba con toda
mirada, con toda imagen, con toda representación. No es sólo lo
sexual lo que se vuelve obsceno: actualmente existe toda una
pornografía de la información y la comunicación, una pornografía
de los circuitos y las redes, de las funciones y los objetos en su
legibilidad, fluidez, disponibilidad y regulación, en su
significación forzada y en sus resultados, sus conexiones, su
polivalencia, su expresión libre...
Ya
no es la obscenidad de lo oculto, reprimido, oscuro, sino la de
lo visible, de lo demasiado visible, de lo más visible que lo
visible, la obscenidad de lo que ya no tiene secreto, de lo que es
enteramente soluble en la información y la comunicación.
Marx
ya denunciaba la obscenidad de la mercancía, unida al principio de
su equivalencia, al abyecto principio de su libre circulación. La
obscenidad de la mercancía procede de que es abstracta, formal y
ligera, respecto a la pesadez, opacidad y sustancia del objeto. La
mercancía es legible: en contra del objeto que jamás confiesa
enteramente su secreto, manifiesta siempre su esencia visible, esto
es, su precio. La mercancía es el lugar de transcripción de todos
los objetos posibles: a través de ella, comunican los objetos; la
forma mercancía es el primer gran medium del mundo moderno. Pero el
mensaje que entregan con ella es radicalmente simplificado, y
siempre el mismo: su valor de cambio. Así pues, en el fondo, el
mensaje ya no existe, sino sólo el medium que se impone en su
circulación pura. A eso le llamamos éxtasis: el mercado es una
forma extática de la circulación de los bienes, así como la
prostitución y la pornografía son formas extáticas de la
circulación del sexo.
Elevando
este análisis al cuadrado se entiende qué ocurre con la
transparencia y la obscenidad del universo de la comunicación, que
dejan a su espalda las del universo de la mercancía, en cierto
modo relativas.
Todas
las funciones subsumidas en una única dimensión, la de la
comunicación: es el éxtasis. Todos los acontecimientos, los
espacios y las memorias subsumidos en la única dimensión de la
información: es la obscenidad.
A
la obscenidad cálida y sexual sucede la obscenidad fría y
comunicacional. La primera implicaba una forma de promiscuidad, la
de los objetos amontonados y acumulados en el universo
privado, o la de todo lo que no se ha dicho y bulle en el silencio
de la inhibición; se trataba de una promiscuidad orgánica,
visceral, carnal. En cambio, la promiscuidad imperante sobre las
redes de la comunicación es la de una saturación superficial, una
solicitación incesante, un exterminio de los espacios
intersticiales. Levanto mi receptor telefónico y me asalta toda la
red marginal, me acosa con la insoportable buena fe de lo que quiere
y pretende comunicar. Las radios libres: hablan, cantan, se
expresan. Muy bien. Pero en términos de medium, el resultado es
éste: un espacio, el de la banda FM, se encuentra saturado,
las emisoras se encabalgan, se mezclan: algo que era libre porque
tenía espacio deja de serlo -la palabra es libre, aunque yo ya no
lo soy, ni llego a saber lo que quiero, tal es la saturación del espacio y fuerte la presión de todo lo que pretende hacerse
oír.
Caigo
en el éxtasis negativo de la radio.
Unido
a este delirio de la comunicación existe un estado típico de
fascinación y vértigo. Una forma de placer tal vez singular, pero
aleatoria y vertiginosa. Siguiendo a Caillois en su clasificación
de los juegos: mimicry, agôn, aléa, ilynx -juegos de expresión,
juegos de competición, juegos de azar, juegos de vértigo-, la
tendencia de toda nuestra cultura nos llevaría de una desaparición
de las formas expresivas y competitivas a una ampliación de las
formas del azar y el vértigo.
Estas
ya no suponen juegos de escena, de espejo, de desafío o de
alteridad, sino que más bien resultan extáticas, solitarias y
narcisistas. El placer ya no es el de la manifestación escénica o
estética (seductio), sino el de la fascinación pura, aleatoria y
psicotrópica (subductio). Esto no supone necesariamente un juicio
negativo, aunque sin duda aparezca una mutación profunda y original
de las formas de percepción y de placer. Apenas llegamos a medir
sus consecuencias. Aplicando nuestros criterios antiguos y los
reflejos de una sensibilidad "escénica", corremos el
riesgo de ignorar la irrupción, en la esfera sensorial, de
esta forma nueva, extática y obscena.
Algo
es seguro: si la escena nos seducía, lo obsceno nos fascina. Pero
el éxtasis es lo contrario de la pasión. Deseo, pasión,
seducción -o también, según Caillois, expresión y competición-,
son los juegos del universo cálido. Éxtasis, fascinación,
obscenidad, comunicación -o también, según Caillois, azar, suerte
y vértigo-, son los juegos del universo frío, del universo cool
(incluso el vértigo es frío, en especial el de las drogas ).
De
todos modos, tendremos que sufrir esta extraversión forzada de toda
interioridad, esta introyección forzada de toda exterioridad que
constituye el imperativo categórico de la comunicación. Es posible
que aquí convenga utilizar ciertas metáforas procedentes de la
patología. Si la histeria era la patología de una puesta en escena
exacerbada del sujeto, de una conversión teatral y operática del
cuerpo, y si la paranoia era la patología de la organización y
estructuración de un mundo rígido y celoso, a partir de la
promiscuidad inmanente y la conexión perpetua de todas las redes en
la comunicación e información nos hallamos en una nueva forma de
esquizofrenia. Hablando con exactitud, ya no es la histeria o la
paranoia proyectiva, sino el estado de terror característico del
esquizofrénico -una excesiva proximidad de todo, una
promiscuidad infecta de todo-, que le inviste y le penetra sin
resistencia, sin que ningún halo, ninguna aura, ni siquiera la de
su propio cuerpo, le protejan. El esquizofrénico está abierto a
todo pese a sí mismo, y vive en la mayor confusión. Es la presa
obscena de la obscenidad del mundo. Más que por la pérdida de lo
real, se caracteriza por esta proximidad absoluta e instantaneidad
total de las cosas, una sobreexposición a la transparencia del
mundo. Despojado de toda escena y atravesado sin obstáculo, ya no
puede producir los límites de su propio ser, ya no puede producirse
como espejo. Y se convierte así en pura pantalla, pura superficie
de adsorción y reabsorción de las redes de influencia.
LOS
RITUALES DE LA TRANSPARENCIA
La
incertidumbre de existir y, de rebote, la obsesión por demostrar
nuestra existencia, prevalecen sin duda hoy sobre el deseo
típicamente sexual. Si la sexualidad es una puesta en juego de
nuestra identidad (hasta en el hecho de hacer niños), ya no estamos
exactamente capacitados para dedicarnos a ella, pues bastante
trabajo nos cuesta salvaguardar nuestra identidad como para,
además, encontrar energía para ocuparnos de otra cosa.
Fundamentalmente nos interesa demostrar nuestra existencia, aunque
no tenga otro sentido que ése.
Tal
cosa puede observarse en los recientes graffitis de Nueva York o de
Río. La generación anterior decía: ""Existo, me llamo
Fulano, vivo en Nueva York." Contenían una carga de sentido,
aunque casi alegórico: el del nombre. Los actuales son sólo
gráficos e indescifrables. Siempre dicen, implícitamente:
"Existo." Y al mismo tiempo: "No tengo nombre, no
tengo sentido, no quiero decir nada." Necesidad de hablar cuando no hay nada que decir. Necesidad tanto mayor cuando no
se tiene nada que decir, del mismo modo que existir es mucho más
urgente cuando la vida carece de sentido. Con ello, la sexualidad se
relega a un segundo plano como una forma de trascendencia incluso
lujosa, de despilfarro de la existencia, mientras que la urgencia
absoluta consiste simplemente en verificar dicha existencia.
Recuerdo
una escena de una exposición hiperrealista en Beaubourg: varias
esculturas, o más bien varios maniquíes, completamente realistas,
color carne, íntegramente desnudos en una posición, sin ningún
equívoco, banal. Instantaneidad de un cuerpo que nada quiere decir
y nada tiene que decir, que está simplemente allí y, con ello,
provoca una especie de estupefacción en los espectadores. La
reacción de la gente era interesante: se inclinaban para ver algo,
los poros de la piel, los pelos del pubis, todo. Sin embargo, no
había nada que ver. Algunos querían incluso tocar, para
experimentar la realidad de ese cuerpo, pero, naturalmente, eso no
funcionaba, porque todo estaba ya allí. Ni siquiera engañaba al
ojo. Cuando el ojo se engaña, el juicio se divierte en adivinar, e
incluso cuando no se intenta engañar siempre hay una especie de
adivinación en el placer estético y táctil que procura una forma.
Aquí,
nada, salvo la extraordinaria técnica mediante la cual el artista
consigue apagar todas las señales de la adivinación. Ya no queda
la sombra de una ilusión detrás de la veracidad de los pelos. Nada
que ver: por ello la gente se agacha, se acerca y huele este
hiperparecido alucinante, espectral en su simplicidad. Se agachan
para comprobar algo asombroso: una imagen en la cual no hay nada
que ver.
Ahí
está la obscenidad: en que no haya nada que ver. No es sexual sino
real. El espectador no se agacha por curiosidad sexual, sino para
comprobar la textura de la piel, la textura infinita de lo real. Es
posible que en la actualidad sea éste nuestro auténtico acto
sexual: comprobar
hasta el vértigo la inútil objetividad de las cosas.
En
muchos casos, nuestra imaginería erótica y pornográfica, toda esa
panoplia de senos, nalgas y sexos, no tiene más sentido que éste:
expresar la inútil objetividad de las cosas. La desnudez sólo
sirve como intento desesperado para subrayar la existencia de
algo. El culo no es más que efecto especial. Lo sexual no es
más que un ritual de la transparencia. Antes había que
esconderlo, hoy en cambio sirve para esconder la raquítica
realidad, y también para participar, claro está, de esta pasión
desencarnada.
¿De
dónde proceden entonces la fascinación de tales imágenes?
Evidentemente, no de la seducción (que es un desafío a esta
pornografía, a esta objetividad inútil de las cosas). Ni siquiera
las miramos, a decir verdad. Para que exista mirada, es preciso que
un objeto se vele y se desvele, desaparezca a cada instante; por
ello la mirada manifiesta una especie de oscilación. Por el
contrario, estas imágenes no están tomadas en un juego de
emergencia y de desaparición. El cuerpo ya está allí sin la
chispa de una ausencia posible, en el estado de radical
desilusión que es el de la pura presencia. En una imagen,
determinadas partes son visibles y otras no, las visibles hacen
invisibles a las otras, se instala un ritmo de la emergencia y del
secreto, una línea de flotación de lo imaginario. En cambio aquí,
todo resulta de una visibilidad equivalente, todo comparte el mismo
espacio sin profundidad. Y la fascinación procede justamente de tal
desencarnación (la estética de la desencarnación mencionada por
Octavio Paz). La fascinación es la pasión desencamada de una
mirada sin objeto, de una mirada sin imagen. Hace mucho tiempo que
todos nuestros espectáculos mediáticos han franqueado el muro de
la estupefacción. Una exacerbación vitrificada del cuerpo, una
exacerbación vitrificada del sexo, una escena vacía en la que no
sucede nada, y que, no obstante, llena la mirada. También la
información, o lo/28/ político: no sucede nada, y, sin embargo,
nos sentimos saturados.
¿Deseamos
dicha fascinación? ¿Deseamos dicha objetividad pornográfica del
mundo? ¿Cómo saberlo? Sin duda existe un vértigo colectivo de
huida hacia adelante en la obscenidad de una forma pura y vacía,
donde a la vez se juegan la desmesura de lo sexual y su
descalificación, la desmesura de lo visible y su degradación. Esta
fascinación también afecta al arte moderno, cuyo objetivo es ya
literalmente no ser contemplable, desafiar toda seducción de la
mirada. El arte moderno sólo ejerce la magia de su desaparición.
Pero
esta obscenidad e indiferencia no llevan necesariamente aun punto
muerto. Pueden convertirse de nuevo en valores colectivos; vemos,
además, reconstituirse a su alrededor nuevos rituales, los rituales
de la transparencia. Por otra parte, sin duda no hacemos más que
interpretar la comedia de la obscenidad y la pornografía, así como
otros interpretan la comedia de la ideología y la burocracia
(cierto, colectivamente, en el Este), ola sociedad italiana
interpreta la comedia de la confusión y el terrorismo. En la
publicidad se interpreta la comedia del strip-tease femenino
(de ahí la ingenuidad de cualquier vindicación feminista contra
esta "prostitución"). Sigue siendo también un ritual de
la transparencia. Liberación sexual, pornografía
omnipresente, información, participación, expresión libre. Si
todo eso fuera cierto, resultaría insoportable. Si todo eso fuera
cierto, viviríamos realmente en la obscenidad, es decir, en la
verdad desnuda, en la insensata pretensión de las cosas a expresar
su verdad. Afortunadamente, su destino nos protege pues, en el colmo
de las cosas, cuando van a verificarse, siempre se
reversibilizan y recaen en el secreto.
Nadie
sabría decir si el sexo ha sido liberado o no, si la tasa de goce
sexual ha aumentado o no. Tanto en la sexualidad como en el arte, la
idea de progreso es absurda. Por el contrario, la obscenidad y la
transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no
pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen. En
materia de imágenes, la solicitación y la voracidad aumentan
desmesuradamente. Se han convertido en nuestro auténtico objeto
sexual, el objeto de nuestro deseo. y en esta confusión de
deseo y equivalente materializado en la imagen -no sólo deseo
sexual, sino también deseo de saber y equivalente materializado en
la "información"", deseo de sueño y equivalente
materializado en todos los Disneylandia del mundo, deseo de espacio
y equivalente programado en el tránsito de las vacaciones, deseo de
juego y equivalente programado en la telemática privada, etc.-,
reside la obscenidad de nuestra cultura. La promiscuidad y la
ubicuidad de las imágenes, la contaminación viral de las cosas por
las imágenes, son las características fatales de nuestra cultura.
y no hay límites para ello, pues las imágenes, al contrario que
las especies animales sexuadas sobre las que vela una especie de
regulación interna, no están protegidas en absoluto de la
pululación indefinida, ya que no se engendran sexualmente y no
conocen el sexo ni la muerte. Esta es la razón, además, de que nos
obsesionen, en este período de recesión del sexo y la muerte:
soñamos, a través de ellas, con la inmortalidad de los protozoos,
que se mutiplican al infinito por contigüidad y sólo conocen un
encadenamiento asexuado.
En
los rituales de la transparencia hay que incluir todo el entorno de
prótesis y de protección sustitutivo de las defensas biológicas y
naturales del cuerpo. Todos somos niños-burbuja, como el que ha
muerto recientemente en América: viviendo en su burbuja, una
escafandra proporcionada por la NASA, rodeado de todo el espacio
médico, protegido de todos los contagios por el espacio inmunitario
artificial, acariciado por su madre a través de paredes de cristal
con unos manguitos de plástico, riendo y creciendo en su atmósfera
extra terrestre bajo la mirada de la ciencia (hermano
experimental del niño-Iobo, del niño salvaje adoptado por los
lobos -aunque hoy sean los ordenadores los que le adoptan). Este
niño-burbuja prefigura el futuro, la asepsia total, la eliminación
de todos los gérmenes: forma biológica de la transparencia. Es el
símbolo de la existencia en el vacío, que hasta ahora sólo era la
de las bacterias y las partículas en los laboratorios, pero que
cada vez más será la nuestra: presurizados en el vacío como los
discos, conservados en el vacío como los supercongelados, muriendo
en el vacío como las víctimas de la testarudez terapéutica.
Pensando y reflexionando en el vacío como lo ilustra en todas
partes la inteligencia artificial.
La
creciente cerebralidad de las máquinas debe provocar normalmente la
purificación tecnológica de los cuerpos. Cada vez el cuerpo humano
podrá contar menos con sus anticuerpos, y habrá que protegerle,
por tanto, desde el exterior. La purificación artificial de todos
los medios, de todos los ambientes, suplirá los desfallecientes
sistemas inmunológicos internos. y son desfallecientes porque una
irreversible tendencia, llamada progreso, lleva a desposeer al
cuerpo y al espíritu humanos de sus sistemas de iniciativa y
defensa, para trasladarlos a unos artefactos técnicos. Desposeído
de sus defensas, el hombre pasa a ser eminentemente vulnerable
a la ciencia. Desposeído de sus fantasías, para a ser
eminentemente vulnerable a la psicología. Liberado de sus
gérmenes, pasa a ser eminentemente vulnerable ala medicina.
No
es insensato afirmar que el exterminio de los hombres comienza por
el exterminio de los gérmenes. Pues tal como es, con sus humores,
sus pasiones, su risa, su sexo, sus secreciones, el mismo hombre no
es más que un sucio y pequeño virus irracional que altera el
universo de la transparencia. Cuando todo esté expurgado, cuando se
haya puesto fin a los procesos virales, a toda contaminación social
y bacilar, sólo quedará el virus de la tristeza, en un universo de
una limpieza y una sofisticación mortales.
Siendo
el pensamiento, a su manera, una red de anticuerpos y un sistema de
defensa inmunológica natural, también está gravemente amenazado.
Será sustituido con ventaja por la burbuja cerebro-espinal,
desembarazado de cualquier reflejo animal o metafísico. Nuestro
cerebro, nuestro propio cuerpo, se han convertido en esta burbuja,
esta esfera expurgada, este envoltorio transparente en cuyo interior
nos refugiamos, desvalidos y superprotegidos, como ese desconocido
niño condenado a la inmunidad artificial ya la transfusión
perpetua, ya morir tan pronto como haya besado a su madre.
Hoy
la leyes así: a cada cual su burbuja. Al igual que en el espacio
geográfico, tras haber alcanzado los límites del planeta y
explorado todos sus confines, sólo podemos implosionar en un
espacio cada vez más circunscrito en función de nuestra creciente
movilidad, la del avión o de los medias, hasta un punto en que
todos los viajes ya se han producido y en donde todas las veleidades
de dispersión, evasión y desplazamiento se concentran en un único
punto fijo, en una inmovilidad que ya no es la del no-movimiento,
sino la de la ubicuidad potencial, la de una movilidad absoluta que
anula su propio espacio a fuerza de recorrerlo incesantemente y sin
esfuerzo; así como la transparencia ha estallado en mil fragmentos
similares a los añicos de un espejo en el cual todavía vemos
reflejarse furtivamente nuestra imagen, justo antes de desaparecer.
Como en los fragmentos de un holograma, cada añico contiene el
universo entero. Esta es también la característica del objeto
fractal: reencontrarse por entero en
el
menor de sus detalles. Por la misma razón, podemos hablar hoy de un
sujeto fractal que, en lugar de trascenderse en una finalidad
o un conjunto que le supera, se difracta en una multitud de egos
miniaturizados, absolutamente semejantes entre sí, que se des
multiplican embrionariamente como en un cultivo biológico,
saturando por escisiparidad su entorno hasta el infinito. De la
misma manera que el objeto fractal se asemeja en todos sus rasgos a
sus componentes elementales, el sujeto fractal sólo sueña en
parecerse a cada una de sus fracciones. Su sueño, por decirlo de
algún modo, involuciona hacia abajo, a un lado de toda
representación, hacia la más menuda fracción molecular de sí
mismo. Extraño Narciso: ya no sueña con su imagen ideal, sino con
una fórmula de reproducción gen ética al infinito.
Anteriormente,
la obsesión consistía en parecerse a los demás y perderse en la
multitud. Obsesión de la conformidad, manía de la diferencia. Hace
falta una solución que nos libre de parecernos a los demás. Hoy
consiste en parecerse únicamente a uno mismo. Encontrarse en todas
partes, desmultiplicados, pero fieles a nuestra propia fórmula; en
todas partes el mismo reparto, y pasar por todas las pantallas a la
vez. El parecido ya no apunta a los demás, sino que es aquel,
indefinido, del individuo consigo mismo cuando se resuelve en sus
elementos simples. La diferencia, al mismo tiempo, cambia de
sentido. Ya no es la de un sujeto con otro, sino la diferenciación
interna del mismo sujeto al infinito. La fatalidad actual
corresponde al orden del vértigo interior, del estallido en lo
idéntico, de la fidelidad del "narcisista" al propio
signo ya la propia fórmula. Alienado de sí mismo, de sus
múltiples clones, de sus pequeños yoes isomorfos. ..
Como
cada individuo se resume en un punto hiperpotencial, los otros
virtualmente ya no existen. Imaginarlos es imposible, además de
inútil, como ocurre con el espacio si puede franquearse
instantáneamente. Imaginar las tierras australes y todo cuanto nos
separa de ellas resulta inútil desde que un avión nos traslada
allí en veinte horas. Imaginar a los demás y todo cuanto nos
acerca a ellos es inútil desde que la "comunicación" nos
los vuelve inmediatamente presentes. La imaginación del tiempo, de
la duración y su complejidad, es inútil desde que todo proyecto es
inmediatamente realizable. Para un primitivo o un campesino, la
imaginación de un más allá de su espacio natal era imposible
porque ni siquiera tenía el presentimiento del fuera; el horizonte
era mentalmente infranqueable. Hoy, si la imaginación es imposible,
se debe ala razón inversa: todos los horizontes han sido
franqueados, de antemano nos confrontamos con todos los fueras, de
modo que no resta más que extasiarnos (en el sentido literal) o
retraernos ante tan inhumana extrapolación.
Conocemos
perfectamente esta retracción: es la del sujeto para quien el
horizonte sexual y social de los demás ha desaparecido, y cuyo horizonte mental se ha estrechado con la manipulación de sus
imágenes y de sus pantallas. Tiene todo lo que necesita. ¿Por qué
preocuparse del sexo y el deseo? La desafección de uno mismo y de
los demás nace al hilo de las redes, es contemporánea de la forma
desértica del espacio engendrada por la velocidad, de la forma
desértica de lo social engendrada por la comunicación y la
información.
Desmultiplicación
fractal del cuerpo (del sexo, del objeto, del deseo): vistos muy de
cerca, todos los cuerpos y los rostros se parecen. El primer plano
de una cara es tan obsceno como el de un sexo. Es un sexo.
Cualquier imagen, cualquier forma, cualquier parte del cuerpo vista
de cerca es un sexo. Lo que adquiere valor sexual es la promiscuidad
del detalle, el aumento del zoom. La exorbitancia de cada detalle
nos atrae, así como la ramificación, la multiplicación serial del
mismo detalle. En el extremo opuesto de la seducción, la
promiscuidad extrema de la pornografía, que descompone los cuerpos
en sus menores elementos y los gestos en sus menores movimientos. y
nuestro deseo acude a estas nuevas imágenes cinéticas, numéricas,
fractales, artificiales, sintéticas, porque todas ellas resultan de
menor definición. Casi podríamos decir que son asexuadas, como las
imágenes porno, por exceso técnico de buena voluntad. Pero ya no
buscamos en ellas definición o riqueza imaginaria, buscamos el
vértigo de su superficialidad, el artificio de su detalle, la
intimidad de su técnica. Nuestro auténtico deseo es el de su
artificialidad técnica, y nada más.
Lo
mismo ocurre con el sexo. Exaltamos el detalle de la actividad
sexual como, en una pantalla o bajo un microscopio, el de una
operación química o biológica. Buscamos la desmultiplicación en
objetos parciales y la realización del deseo en la sofisticación
técnica del cuerpo. Del mismo modo que la liberación sexual lo
cambia, el cuerpo ya no es más que una diversibilidad de
superficies. una pululación de múltiples objetos, donde se pierde
su finitud, su representación deseable, su seducción. Cuerpo
metastático, cuerpo fractal, y ya no llamado a ninguna
resurrección.
METAMORFOSIS,
METAFORA, METASTASIS
¿Dónde
está el cuerpo de la fábula, el cuerpo de la metamorfosis, el del
puro encadenamiento de las apariencias, de una fluidez intemporal e
insexual de las formas, el cuerpo ceremonial que hacen vivir las
mitologías, o la Opera de Pekín y los teatros orientales, o
también la danza: cuerpo no individual, dual y fluido -cuerpo sin
deseo, pero capaz de todas las metamorfosis-, cuerpo liberado del
espejo de sí mismo, pero entregado a todas las seducciones? ¿Y
qué seducción más violenta que la de cambiar de especie,
transfigurarse en lo animal, lo vegetal, incluso lo mineral y lo
inanimado ? Este movimiento, que nos hace traidores a nuestra propia
especie y nos entrega al vértigo de todas las demás, es el modelo
de la seducción amorosa, que también apunta a la extrañeza del
otro sexo ya la virtualidad de ser iniciado en él como en una
especie animal o vegetal diferente.
La
fuerza de la metamorfosis está en el fondo de toda seducción,
incluidas las de las formas más fáciles de sustitución, las de
las caras, los roles, las máscaras. Rodeamos cada seducción de una
metamorfosis, y rodeamos cada metamorfosis de un ceremonial. Así es
la ley de las apariencias, y el cuerpo resulta el primer objeto
atrapado en este juego.
El
cuerpo de la metamorfosis no conoce la metáfora ni la operación
del sentido. El sentido no se desliza de una forma a otra, son
éstas las que se deslizan directamente de una a otra, como en los
movimientos de la danza o en las proferaciones enmascaradas. Cuerpo
no psicológico, no sexual, cuerpo liberado de cualquier
subjetividad y que recupera la felinidad animal del objeto puro, del
movimiento puro, de una pura transparición gestual.
Es
cierto que paga esta capacidad fabulosa con una renuncia al deseo,
al sexo ya la reproducción. Pero para él es una manera de no
morir. Pues pasar de una especie a otra, de una forma a otra, es una
forma de desaparecer, y no de morir. Desaparecer es
dispersarse en las apariencias. De nada sirve morir, también hay
que saber desaparecer. De nada sirve vivir, también hay que saber
seducir.
El
cuerpo de la metamorfosis no conoce orden simbólico, sólo una
sucesión vertiginosa en la que el sujeto se pierde en los
encadenamientos rituales. La seducción tampoco conoce el
orden simbólico. Sólo cuando se frena esta transfiguración de las
formas entre sí aparece un orden simbólico, se erige una instancia
cualquiera y se metaforiza el sentido de acuerdo con la ley.
Únicamente
entonces, una vez cumplido el Gran Juego de la Fábula, el Vértigo
y la Metamorfosis, con la aparición de la sexualidad y el deseo, el
cuerpo se convierte en metáfora, escena metafórica de la realidad
sexual, con su cortejo de deseos y de inhibiciones.
Ahí
ya aparece un extraordinario empobrecimiento: en lugar de ser el
teatro suntuoso de múltiples formas iniciáticas, de la crueldad y
la versatilidad de las apariencias, lugar de la fantasmagoría de
las especies, de los sexos y las diversas maneras de morir, el
cuerpo no es más que el exponente de una única marca entre todas:
la diferencia sexual, y la escena de un único guión, la
fantasmática sexual inconsciente. Ya no es la fabulosa superficie
de inscripción de los sueños y las divinidades, sino sólo la
escena de la fantasía y la metáfora del sujeto. El cuerpo
ceremonial no es transparente a una verdad, aunque sea metafórica,
del sexo y el inconsciente (aquí es donde aparecen los límites del
psicoanálisis, que no ha escuchado bien la Fábula, aunque siempre
pretenda referirse a ella, y que continúa siendo inepto para
opinar acerca de este ser vertiginoso, pero sin deseo, de la
metamorfosis).
Las
formas juegan entre sí, se intercambian entre sí sin pasar por el
imaginario psicológico de un sujeto. Allí, el mundo es mundo, y el
lenguaje sólo una de sus formas posibles. Lo imaginario, nuestro
imaginario, no es mas que el vestigio psicológico del prestigio
cruel de las formas y las apariencias. Es la forma degradada de la
ilusión genial y del reino de las metamorfosis.
Cuerpo
psicológico, cuerpo inhibido, cuerpo neurotizado, espacio de la
fantasía, espejo de la alteridad, espejo de la identidad, lugar del
sujeto atrapado por su propia imagen y por su propio deseo, nuestro
cuerpo ya no es pagano y mítico, sino cristiano y metafórico;
cuerpo del deseo, y no de la fábula.
Le
hemos hecho sufrir una especie de precipitación materialista. Tal
como hoy lo interpretamos, en lugar de la adivinación que puede
encontrarse en la danza, en el duelo y en los astros, tal como lo
contamos, en nuestro simulacro inconfesado de realidad, como espacio
individualizado de pulsión, de deseo y fantasía, nuestro cuerpo se
ha convertido en la precipitación materialista de una forma
seductora que llevaba consigo una gigantesca fuerza de denegación
del mundo, ultramundana de ilusión y de metamorfosis... /pag.42/
-
- -
Tras
el cuerpo de la metamorfosis, tras el cuerpo de la metáfora,
aparece el de la metástasis.
La
metáfora no había dejado de ser una figura del exilio, el del alma
respecto al cuerpo, el del deseo respecto a su objeto, el del
sentido respecto al lenguaje. Pero el exilio sigue ofreciendo una
buena distancia, patética, dramática, crítica, estética;
serenidad huérfana de su propio mundo, figura ideal del territorio.
La desterritorialización ya no es en absoluto el exilio, y tampoco
una figura de la metáfora, sino de la metástasis. La de una
desprivación del sentido y el territorio, de una lobotomía
corporal resultante del enloquecimiento de los circuitos.
Electrocutada, lobotomizada, el alma no es más que una
circunvolución cerebral. Es probable, además, que un día nuestros
sabios neurólogos lleguen a localizarla en el cerebro, como la
función del lenguaje o la posición vertical. ¿Dependerá del
hemisferio derecho o del izquierdo?
La
definición religiosa, metafísica o filosófica del ser ha cedido
su sitio a una definición operacional en términos de código gen
ético (ADN) y de organización cerebral (código informacional y
billones de neuronas). Vivimos en un sistema en donde ya no hay alma
ni metáfora del cuerpo; hasta la fábula del inconsciente ha
perdido gran parte de su resonancia. Ningún relato ni instancia
acuden a metaforizar nuestra presencia, ninguna trascendencia
interviene en nuestra definición, nuestro ser se agota en sus
encadenamientos moleculares y circunvoluciones neurónicas.
Tal
cosa define, no ya a individuos, sino a mutantes potenciales. Desde
el punto de vista de la biología, de la genética y la
cibernética, todos somos mutantes. Ahora bien, no puede existir
Juicio Final para los mutantes, ni resurrección de los cuerpos,
pues ¿qué cuerpo resucitará? Habrá cambiado de fórmula, de
cromosomas, habrá sido programado conforme a otras variables
motrices y mentales, ya no tendrá derecho a su imagen.
En
este sentido, la invalidez ofrece un auténtico terreno de
anticipación, una especie de experimentación objetiva sobre el
cuerpo, los sentidos y el cerebro, en especial en su relación con
la informática. La informática como nueva fuerza productiva,
inmaterial, inhumana, y la invalidez como anticipación de las
futuras condiciones laborales en un universo alterado, inhumano y
anómalo. Basta ver a los ciegos en un deporte de balón -el torball-
creado especialmente para ellos, atrapados en comportamientos de
ciencia ficción, combinándose los unos con los otros mediante el
oído y el reflejo animal, como no tardarán en hacerlo los
humanos en un proceso sin mirada de percepción táctil y de
adaptación refleja, evolucionando en los sistemas como en el
interior de su cerebro o en las circunvoluciones de una caja; los
ciegos, y más en general los minusválidos, son figuras de mutantes
en tanto que mutilados, y por tanto están más próximos a la
conmutación, más próximos a este universo telepático,
telecomunicacional, que nosotros, humanos demasiado humanos,
condenados por nuestra ausencia de anomalía a formas de trabajo
convencionales.
Por
la fuerza de las cosas, en el terreno motor y sensorial el
minusválido es un experto en potencia. y no es casualidad que lo
social se alinee cada vez más en torno a los minusválidos y su
promoción operacional: pueden llegar a ser maravillosos
instrumentos en función de su misma invalidez. Pueden precedernos
en el camino de la mutación y la deshumanización.
En
esta peripecia cibernética del cuerpo, las pasiones han
desaparecido. O, mejor dicho, se han materializado. ¡Acaban de
descubrir la ""molécula de la angustia""! y
leemos, en François Jacob, que en alguna parte del cerebro o de la
médula espinal ha sido descubierto el centro del placer. ¡Oh,
milagro!: estaba justo al Iado del centro del desagrado. Y F. Jacob
se apresura a decir: "Eso le habría gustado a Freud"
(sobreentendido: ya que defendía la ambivalencia del placer y del
desagrado, le habría gustado que esta tesis se verificara en cierto
modo gracias a la yuxtaposición anatómica). Maravillosa
ingenuidad. ¿Y dónde se localizará el masoquismo, el placer del
desagrado? Y, además, para no salirnos de la lógica de Freud: ¿el
placer y el desagrado, en lugar de yuxtaponerse, no tendrían que
intercambiarse en un único punto, ya que su afinidad psíquica es
total?
Dejemos
las bufonadas científicas. ¿Qué ocurre hoy con la seducción, con
la pasión, con esta fuerza que arranca precisamente al ser humano
de toda localización, de toda definición objetiva, qué ocurre con
esta fatalidad o con esta ironía superior, con esta aspiración
evasiva o con esta estrategia alternativa?
¿Ha
pasado al inconsciente, a lo inhibido del psicoanálisis? Si hoy
sigue existiendo, tendrá necesariamente que acosar la realidad
objetiva, acosar tanto la propia verdad como su perversión, su
distorsión, su anomalía, su accidente. Si la ironía existe, tiene
que haber pasado a las cosas. Tiene que haberse refugiado en la
desobediencia de los comportamientos a la norma, en el
desfallecimiento de los programas, en el desarreglo oculto, en la
regla de juego oculta, en el silencio en el horizonte del sentido, en el secreto. Lo sublime ha pasado a lo subliminal.
Pero
¿sigue existiendo una vertiente subliminal de las cosas? Nada
parece menos seguro. Todo está entregado a la transparencia, porque
ya no hay trascendencia, y también porque no hay inhibición ni
trasgresión posibles. Tampoco hay que contar con una revolución de
lo inhibido (ni psíquico ni histórico). Todo se juega en la
inmanencia. Aunque no es seguro que, precisamente en la inmanencia,
las cosas obedezcan a las leyes objetivas que se pretende
ofrecerles.
Ha
concluido el aliento de la trascendencia. Sólo queda la tensión de
la inmanencia. Ahora debemos considerar los prodigiosos efectos
resultantes de la pérdida de toda trascendencia. Desligado de la
trascendencia, no es cierto que el mundo quede entregado al
accidente puro, a una distribución aleatoria de las cosas ya las
meras leyes de la probabilidad; tal cosa es el imaginario de una
conciencia orgullosa que considera que las cosas entregadas a sí
mismas sólo producen su confusión. Pero la inmanencia abandonada a
sí misma no resulta en absoluto aleatoria. Despliega
encadenamientos, o desencadenamientos, completamente inesperados, en
especial una singular forma que combina encadenamiento y
desencadenamiento: el exponencial. La potenciación, «die
steigernde Potenz"", se opone al movimiento
dialéctico, «die dialektische Aufhebung", movimiento de la
trascendencia. Este Steigerung es como un desafío lanzado
por las cosas, los seres y nosotros mismos, a la pérdida de sus
referencias y trascendencia. Esta forma encadenada/ desencadenada
aparece de nuevo en la mítica del desafío y la seducción, de la
que sabemos que no es una relación dialéctica, sino una
potenciación de la relación, expresada mediante una
potencialización de las bazas y no mediante un equilibrio. En la
seducción volvemos a encontrar la forma exponencial, cualidad fatal
que en ocasiones nos regala el destino, y también a las cosas
cuando están entregadas a sí mismas.
LA
SEDUCCION
O
LOS ABISMOS SUPERFICIALES
La
seducción no es un tema que se oponga a otros, o que resuelva
otros. La seducción es lo que seduce, y basta.
Inicialmente,
casi un juego de palabras: nos dicen que todo funciona con la
producción, ¿y si todo funcionara con la seducción?
Un
juego de palabras siempre es un desafío, y aludir a la seducción
en una era triunfante de producción apareja también un desafío
teórico. El desafío, y no el deseo, aparece en el corazón de la
seducción. Es aquello a lo que no se puede dejar de responder,
mientras que sí es posible no responder al deseo. Nos arrastra más
allá de cualquier contrato, más allá de la ley del cambio, más
allá de las equivalencias, en una puja que puede no tener fin. El
desafío, la seducción, son lo que, mucho más que el principio del
placer, nos arrastran más allá del principio de realidad.
La
seducción no es lo que se opone a la producción, sino lo
que la seduce; de la misma manera que la ausencia no es
lo que se opone a la presencia, sino lo que la seduce, el mal no lo
que se opone al bien, sino lo que lo seduce, o lo femenino no lo que
se opone a lo masculino, sino lo que lo seduce. Cabe imaginar una
teoría que trate de los signos, de los términos y los valores en
su atracción seductora, y no en su contraste u oposición regulada.
Que rompa definitivamente la especularidad del signo, y en la que
todo se juegue ya no en términos de distinción o equivalencia,
sino de duelo y reversibilidad. En suma, una teoría seductora del
lenguaje.
Abundan
los ejemplos de esta operación seductora, de este relámpago de la
seducción que funde los circuitos polares del sentido. Así, en la
cosmogonía antigua, los elementos -agua, tierra, fuego, aire- no
eran elementos distintivos de una clasificación, sino elementos
atractivos que s seducían mutuamente: el agua seducida por el
fuego, el fuego seducido por el agua. La seducción es la dinámica
elemental del mundo. Dios y los hombres no están separados por el
abismo moral de la religión: juegan continuamente a seducirse, y
sobre estas relaciones de seducción, de juego, se sustenta el
equilibrio simbólico del mundo. Todo esto ha cambiado mucho para
nosotros, por lo menos en apariencia. Pues ¿qué queda del bien y
el mal, de lo falso y lo verdadero, de todas grandes
distinciones útiles para descifrar el mundo y mantenerle bajo el
sentido? Todos estos términos, descuartizados a costa de una
energía loca, están siempre dispuestos a abolirse el uno al otro
ya hundirse para nuestra mayor alegría. La seducción
precipita al uno contra el otro, les reúne, más allá del sentido,
en un máximo de intensidad y encanto.
Jamás
nos seducen los signos distintivos, o los plenos. La seducción
aparece en signos vacíos, ilegibles, insolubles, arbitrarios,
fortuitos, que pasan ligeramente de lado, que modifican el índice
de refracción del espacio. Signos sin sujeto de enunciación ni
enunciado, signos puros, en tanto no son discursivos ni sustentan un
intercambio. Los protagonistas de la seducción no son ni locutor ni
interlocutor, permanecen en una situación dual y antagonista; de la
misma manera que los signos de la seducción no significan, sino que
son del orden de la elipsis, del cortocircuito, de la agudeza
Siempre
ha habido confusión entre el signo distintivo, el discursivo, el de
la lingüística, y el otro signo, el trazo. La lingüística
siempre ha fracasado (afortunadamente) al entender lo que constituye
la seducción de un poema, de una historia, de un chiste ( Saussure
lo ha presentido en los "Anagrammes"", pero
precisamente porque entonces era anagramático, y todavía no
lingüista o semiótico, presintió la inmanente reversibilidad
del signo, la que ocasiona que en el poema el lenguaje se consuma a
sí mismo en su rodeo ).
El
psicoanálisis también ha fracasado en explicar el carácter
típico de seducción de una neurosis, de un sueño, de un lapsus,
de la propia locura, porque justamente la seducción no es del orden
de la fantasía ni de la inhibición, ni del deseo. El
psicoanálisis sólo ve en todas partes síntoma; es la conciencia
infeliz del signo.
Así,
en La Gradiva de Jensen, recuperada y analizada por Freud, el
pie de la joven es el rasgo de seducción, la actitud de ligereza
que le confiere el ángulo vertical del pie con el suelo. Ese signo
funciona como seducción pura, como signo puro, y es un
contrasentido pretender atribuirlo a la infancia, o al inconsciente
inhibido, para así convertirlo en el simple medium de las
fantasías de Harold. El signo cae de la seducción a la
interpretación, y al mismo tiempo cae también el propio Harold de
la esfera encantada de la seducción a la esfera de lo real y lo
matrimonial. Bonito ejemplo del desencanto de la interpretación, de
la malversación que puede ejercerse en nombre de cualquier
disciplina, incluso el psicoanálisis, sobre el rasgo de seducción.
El
rasgo de seducción es más que un signo. Igual que la mirada, cuya
fuerza procede justamente de no ser un intercambio, sino un
momento dual, un rasgo dual, instantáneo, sin desciframiento. La
seducción sólo es posible por este vértigo de reversibilidad (
también presente en el anagrama) que anula cualquier profundidad,
cualquier operación de sentido en profundidad: vértigo
superficial, abismo superficial.
La
superficie y la apariencia son el espacio de la seducción. Al poder
como dominio del universo del sentido se opone la seducción como
dominio del reino de las apariencias. Nos empeñamos en escapar de
las apariencias y mimamos la profundidad del sentido. Así es la
ley: todo ser, toda cosa debe mimar celosamente su sentido, y alejar
las apariencias como maléficas. La seducción es maldita (aunque
éste no es el menor de sus encantos).
En
tales condiciones, sólo ciertas cosas excepcionales, y en momentos
excepcionales, acceden a la pura apariencia, y sólo ellas son
seductoras. Toda la estrategia de la seducción consiste en llevar
las cosas ala apariencia pura, en hacerlas brillar y vaciarse en el
juego de la apariencia (juego que tiene sus reglas, su ritual
eventualmente riguroso). Literalmente estamos sometidos a la
necesidad de ""pro-ducir"" las cosas, pues han
caído, bajo el peso del sentido, a la profundidad. Por tanto, es
preciso rescatarlas y devolverlas al orden de lo visible. De
pronto, el secreto no es nada para nosotros, y sólo importa lo
visible. Así que podemos imaginar un mundo en el que basta con
seducir las cosas, o hacerlas seducir entre sí.
En
todas partes se intenta producir sentido, hacer significar el mundo,
hacerlo visible. Sin embargo, el peligro que corremos no es su
carencia: al contrario, el sentido nos desborda y perecemos en él.
Cada vez caen más cosas al abismo del sentido, y cada vez hay menos
que mantengan el encanto de la apariencia.
Las
apariencias tienen algo de secreto, precisamente porque no se
prestan a la interpretación. Permanecen insolubles e
indescifrables. La estrategia inversa, la de todo el movimiento
moderno, es ""liberar"" el sentido y destruir
las apariencias. Acabar con las apariencias ha sido siempre la tarea
esencial de las revoluciones. No expreso aquí ninguna nostalgia
reaccionaria. Simplemente intento recuperar un espacio del secreto,
al ser la seducción lo que hace circular y moverse la apariencia
como secreto.
¿Qué
hay más seductor que el secreto? Ya he dicho lo mismo del desafío
y de la agudeza, pero, precisamente, todas estas cosas forman parte
de la constelación de la seducción. Así como la seducción es un
desafío al orden de la producción, el secreto es un desafío al
orden de la verdad y el saber.
No
se trata aquí de algo guardado en secreto, pues esto no
haría más que exacerbar la voluntad de saber, e incesantemente
intentaría aparecer bajo las especies de la verdad. Ahora bien, la
verdad no tiene nada de seductor. Sólo es seductor el secreto que
circula no como sentido oculto, sino como regla de juego, como forma
iniciática, como pacto simbólico, sin que ninguna clave
interpretativa, ningún código, acuda a resolverlo. Por otra parte,
nada hay por revelar -nunca lo repetiremos suficientemente: JAMÁS
HAY NADA QUE PRO-DUCIR-. Pese a todo su esfuerzo materialista, la
producción sigue siendo una utopía. Por mucho que nos
empeñemos en materializar las cosas, en hacerlas visibles, jamás
resolveremos su secreto -ahí está la paradoja de una producción
que ha errado su finalidad, y que, por consiguiente, sólo consigue
exacerbarse a sí misma en una extraña impotencia-. Los mismos
protagonistas del secreto no podrían traicionarlo, ya que sólo
constituye un acto ritual de complicidad, de reparto de la ausencia
de verdad, de reparto de las apariencias. En la seducción,
reencontramos el ejercicio de este reparto y el profundo placer que
lo acompaña.
Así
en Kierkegaard (El diario de un seductor), la muchacha es una
fuerza enigmática, y el proceso de seducción es la resolución
enigmática de esta fuerza, sin ue jamás sea revelado su secreto.
Si éste fuera revelado sería el sexo y la clave de la
historia sería la sexualidad, si es que tiene alguna. Pero no la
tiene, y en este punto se engaña, y nos ha engañado, el
psicoanálisis. La seducción permanece más allá del final de la
historia, es decir, más allá de la determinación del sexo y su
verdad, un duelo y una resolución enigmática.
Cabe
imaginar, por tanto, que, en la seducción amorosa, el otro es el
lugar de nuestro secreto -el otro es quien posee, sin saberlo, lo
que jamás nos será dado saber-. No es, por consiguiente (como en
el amor), el lugar de nuestra semejanza, ni el tipo ideal de lo que
somos, ni el ideal oculto de lo que nos falta, sino el lugar de lo
que se nos escapa, por el cual nos escapamos de nosotros mismos y de
nuestra verdad. La seducción no es el lugar del deseo (y por tanto
de la alienación), sino del vértigo, del eclipse, de la aparición
y la desaparición, del centelleo del ser. Es un arte de la
desaparición, en tanto el deseo siempre es un deseo de muerte.
El
secreto jamás es lo inhibido. Jamás es "todo lo que no sabes
y te gustaría saber sobre ti mismo y sobre el sexo"" (Woody
Allen), sino lo que ya no pertenece al orden de la verdad. Lo que,
por exceso de sí mismo, se retira de sí, se sume en el secreto y
absorbe lo que le rodea. Vértigo inmediatamente contagioso: la
seducción pasa por el goce sutil que experimentan los seres y
las cosas en permanecer secretos en su propio signo, mientras que la
verdad pasa por la pulsión obscena de forzar los signos a decirlo
todo.
La
seducción no se limita a girar en torno a la regla fundamental, ES
la regla fundamental, y sólo existe si jamás es dicha. Pensemos en
la provocación, contrario y caricatura de la seducción. Dice:
«Sé que quieres ser seducido, y te seduciré. ..» Traiciona la
principal regla secreta. Nada menos seductor que una sonrisa o un
comportamiento provocativo, ya que suponen que no es posible ser
seducido naturalmente y que hace falta un chantaje o una
declaración de intenciones: "Déjame seducirte..."
La
seducción no es deseo, sino lo que juega con el deseo y se burla
del deseo. Lo que eclipsa el deseo, le hace surgir y desaparecer,
levanta las apariencias delante de él para precipitarle a su propio
fin. Brahma comenzó por formar, con su propia sustancia inmaculada,
una diosa conocida bajo el nombre de Sharatuya. Cuando vio a esta
admirable hija salida de su propio cuerpo, se prendó de ella.
Sharatuya (que tiene cien formas) se alejó hacia la derecha para
evitar su mirada, pero inmediatamente apareció en este lado una
cabeza en el cuerpo del dios. y cuando Sharatuya se volvió a la
izquierda y pasó detrás de él, surgieron dos nuevas cabezas.
Voló hacia el cielo: se formó una quinta cabeza. Brahma dijo
entonces a su hija: "Demos vida a todo tipo de criaturas
animadas, hombres, suras, asuras." Al oír estas palabras,
Sharatuya descendió a la tierra. Brahma la desposó y se retiraron
a un lugar secreto, donde vivieron juntos durante cien divinos
años...
Estrategia
de la ausencia, de la esquiva, de la metamorfosis. Virtualidad de
sustitución ilimitada, de encadenamiento sin referencia.
Desconcertar, colocar trampas que dispersen las evidencias, que
dispersen el orden de las cosas y el orden de lo real, que dispersen
el orden del deseo... Desplazar libremente las apariencias para
llegar al corazón vacío y estratégico de las cosas. Es la
estrategia de las artes marciales orientales: jamás mirar
frontalmente al adversario ni su arma, no verle jamás, mirar al
lado, al punto vacío desde el cual se lanza, y golpear allí, en el
corazón vacío del acto, en el corazón vacío del arma. Lo mismo
que hace. el carnicero de Chuang-seu: no mirar jamás el buey,
apartar la evidencia del cuerpo del buey, para alcanzar el vacío
intersticial que articula los órganos, y llevar allí la hoja del
cuchillo.
Lo
mismo ocurre con el deseo en la seducción: no tomar jamás la
iniciativa del deseo, así como tampoco la del ataque. El primero en
atacar está perdido, el primero en desear está /58/ perdido. No
oponer nunca su deseo al del otro, sino apuntar al lado, a falta de
la apariencia, o también atraparle en su propia trampa. Para la
seducción, el deseo no existe. Así como tampoco el azar para el
jugador. En el mejor de los casos, es la que permite jugar: una
baza. Es lo que debe ser seducido, como el resto, como Dios, como la
ley, como la verdad, como el inconsciente, como lo real. Tales cosas
sólo existen en el breve instante en que se las desafía a existir,
sólo existen por el desafío que les formula precisamente la
seducción, que abre ante ellas una sima sublime, a la que acudirán
sin cesar a precipitarse, en un último resplandor de realidad.
Pensándolo bien, nosotros mismos sólo existimos en el breve
instante en que somos seducidos, sea lo que sea lo que nos arrastre:
un objeto, una cara, una idea, una palabra, una pasión.
Ahí
radica la atracción del cuerpo negro de la seducción. Las cosas
parecen seguir su verdad lineal, su línea de verdad, pero
encuentran su apogeo en otra parte, en el ciclo de las apariencias.
Las cosas pretenden ser rectas, como la luz en un espacio ortogonal,
pero todas tienen una curva secreta: la seducción es lo que sigue
esta curva, y la acentúa sutilmente hasta que, siguiendo su propio
ciclo, alcanzan el abismo superficial en el que se resuelven.
-
- -
Raras
son las cosas que alcanzan la apariencia pura. Y, sin embargo, cabe
pensar que la seducción es la dimensión ineluctable de todo. No es
necesario escenificarla como estrategia. Las cosas se inician por
sí mismas a esta regla fundamental, a esta convención superior que
ordena una baza distinta de lo real. Todos nosotros, al igual que
todos los sistemas, sentimos la avidez de desbordar nuestro propio
principio de realidad y refractarnos en otra lógica.
Así,
el dinero es seducido en el juego: desviado de la ley del
valor, se convierte en una sustancia de puja y desafío. Así, el
deseo se convierte en la baza de otro juego que le supera, y del
cual los protagonistas del deseo sólo son figurantes. Así, la
misma ley moral puede ser seducida: en la perversión, entra como
elemento táctico en un espacio ritual y ceremonial; la perversión
consiste en hacer funcionar la ley moral como pura convención, y lo
divino como artificio diabólico.
El
principio de reversibilidad, el mismo de la magia y la seducción,
se expresa en la obligación de que todo lo producido debe ser
destruido, de que todo lo que aparece debe desaparecer. Hemos
olvidado el arte de la desaparición (el arte a secas siempre ha
sido una poderosa palanca de desaparición: poder de ilusión y
de negación de lo real). Saturados por el modo de producción,
debemos recuperar los caminos de una estética de la desaparición.
La seducción forma parte de ellos: es lo que desvía, lo que aleja
del camino, lo que hace ingresar lo real en el gran juego de los
simulacros, lo que hace aparecer y desaparecer. Casi podría
constituir el signo de una reversibilidad original de las
cosas. Cabría defender que antes de haber sido producido el
mundo ha sido seducido, que sólo existe, al igual que todas las
cosas y nosotros mismos, por haber sido seducido. Extraña
precesión, que sigue planeando actualmente sobre toda realidad: el
mundo ha sido desmentido y desviado originalmente. Es
imposible que jamás se verifique o reconcilie consigo mismo, ya que
en su origen ha sido desviado. La negatividad histórica no es más
que una piadosa versión de las cosas. La desviación original sí
es auténticamente diabólica. A la utopía del Juicio Final,
complementaria de la del bautismo original, se oponen el vértigo de
la simulación, el arrobo luciferino de la excentricidad del origen
y el final. Toda nuestra antropología moral -del cristianismo a
Rousseau, del pecado original a la inocencia original-, resulta
falsa. Lo que debe sustituir al pecado original, no es la salvación
final ni la inocencia, sino la seducción original.
El hombre no es culpable ni inocente: es seducido y seduce. Culpable
o inocente, es su estatuto de sujeto -seducido y seductor-, es su
destino de objeto, su destino objetivo. No cuesta adivinar cuán
maniquea es toda esta teoría. Evocar la seducción equivale a
profundizar nuestro destino de objeto, y tocar el objeto, equivale a
despertar el principio del Mal.
Así
pues, la seducción sería ineluctable, y la apariencia siempre
victoriosa. Es cierto que asistimos a una proliferación de sistemas
de sentidos e interpretación que pretenden despejarle el camino a
una operación racional del mundo. La interpretación hace estragos
por todas partes, y, según parece, está dotada de una violencia
destructora; el psicoanálisis es, sin duda, junto con la teoría
del deseo y la inhibición, el último y más hermoso de los grandes
sistemas de interpretación. Al mismo tiempo, se comprueba que todos
estos sistemas están incapacitados para producir cualquier cosa
dotada de una determinada verdad u objetividad. En el fondo, todo ya
está ahí, en esa desviación maléfica, en la imposibilidad para
cualquier sistema de sustentarse en la verdad, de romper el secreto
y de desvelar lo que sea. El discurso de la verdad es simplemente
imposible. Se escapa a sí mismo. Todo escapa a sí mismo,
todo se ríe de su propia verdad, todo se escapa por el lado de la
seducción.
La
obsesión por desnudar la verdad, por llegar a la verdad desnuda,
que impregna todos los discursos de interpretación, la obsesión
obscena por alzar el secreto es exactamente proporcional a la
imposibilidad de conseguirlo jamás. Cuanto más nos acercamos a la
verdad, más retrocede ésta hacia el punto omega, y más se
refuerza la obsesión por alcanzarla. Pero esta obsesión no hace
más que hablar en favor de la eternidad de la seducción y de la
impotencia para acabar con ella.
El
actual sistema de disuasión y simulación consigue neutralizar
todas las finalidades, todos los referenciales, todo el sentido,
pero fracasa en neutralizar las apariencias. Controla eficazmente
todos los procedimientos de producción del sentido, pero no
controla la seducción de las apariencias. Ninguna interpretación
puede explicarla, ningún sistema puede abolirla. Es nuestra última
oportunidad.
Existiría
a ese respecto, una estrategia contemporánea de la seducción
contra los procesos, policiales, informáticos, de localización y
búsqueda cada vez más sofisticados, incluida la localización
biológica y molecular del cuerpo, contra todos los procesos de
identificación (que han sustituido a los de alienación), de
identidad forzada, de detección y disuasión.
-¿Cómo
se maquilla ?
-¿Cómo
se disimula?
-¿Cómo
se encuentra una exhibición en el adorno, el silencio, el juego de
los signos, la indiferencia, en una estrategia de las apariencias?
La
seducción como invención de las estratagemas del cuerpo, como
maquillaje de supervivencia, como dispersión infinita de las
trampas, como arte de la desaparición y la ausencia, como
disuasión aún más poderosa que la del sistema.
Los
poderes maléficos que ha levantado contra Dios, contra la moral,
los poderes del artificio y del Genio Maligno del disimulo y la
ausencia, del desafío y la reversión que siempre ha encarnado y
por los cuales ha sido maldecida, la seducción puede reinventarlos
actualmente contra el dominio terrorista de verdad y verificación,
de localización y programación que nos rodea. La seducción
continúa siendo la forma encantada de la parte maldita...
-
- -
DEL
SISTEMA DE LOS OBJETOS AL DESTINO DEL OBJETO
"El
exotismo esencial es el del Objeto para el sujeto."
VICTOR
SEGALEN.
En
un primer momento, la simulación, el paso generalizado al código y
al valor-signo, es descrito en términos críticos, a la luz ( o a
la sombra) de una problemática de la alienación. Sigue siendo
discutida, y denunciada, a través de los argumentos semiológicos,
psicoanalíticos y sociológicos, la sociedad del espectáculo.
Sigue buscándose aún la subvención en la trasgresión de las
categorías de la economía política: valor de uso, valor de
cambio, utilidad, equivalencia. Los referentes de esta trasgresión
serán la noción de gasto de Bataille y la del intercambio-don de
Marcel Mauss, la consumación y el sacrificio, es decir, seguimos
dentro de una versión antropologista y antieconomista, en donde la
crítica marxista del capital y la mercancía se generaliza en
una crítica antropológica radical de los postulados de Marx. En el
Intercambio Simbólico y la Muerte, esta crítica va más allá de
la economía política: la muerte se convierte en la figura misma de
la reversibilidad ( es decir, de una inversión de todos los
códigos y oposiciones distintivas que sustentan los sistemas
dominantes: la de la vida y la muerte en primerísimo lugar -con
exclusión de la muerte-, la del sujeto y el objeto, la del
significan te y el significado, la de lo masculino y lo femenino).
La trasgresión del código constituye la reversión de los
términos opuestos, y por tanto de las diferencias calculadas que
sustentan el privilegio de un término sobre otro. La figura de esta
reversión es lo simbólico, y al mismo tiempo la figura de
cualquier revolución posible: "La revolución será simbólica
o no será." Hasta en el orden del lenguaje, la poesía es la
reversibilidad de cada término del discurso, su ex-terminación,
descrita por Saussure en los ""Anagrammes"".
Así pues, el movimiento es éste, contra un orden de la
simulación, o sea, de un sistema de oposiciones distintivas que
rigen un sentido bajo control, de la restitución de un orden
simbólico, asimilada a una autenticidad superior de los
intercambios.
Doble
espiral que va del Sistema de los objetos a las Estrategias Fatales:
la del viraje generalizado hacia una esfera del signo, del
simulacro y la simulación, y la de la reversibilidad de todos los
signos a la sombra de la seducción y la muerte. Los dos paradigmas
se diversifican al hilo de esta espiral sin cambiar su posición
antagonista. A un lado: la economía política, la producción, el
código, el sistema, la simulación; al otro: el potlatch, el gasto,
el sacrificio, la muerte, lo femenino, la seducción y, en último
término, lo fatal. Sin embargo, ambos han sufrido una considerable
inflexión: los simulacros han pasado del segundo al tercer orden,
de la dialéctica de la alienación al vértigo de la transparencia.
Simultáneamente, después del Intercambio Simbólico y con la
Seducción, se pierde el sueño de una trasgresión, de una posible
subversión de los códigos, se pierde la nostalgia de cualquier
orden simbólico venido del fondo de las sociedades primitivas o de
nuestra alienación histórica. Con la Seducción, ya no hay
referente simbólico al desafío de los signos, y al desafío por
los signos, ya no hay objeto perdido ni recuperado, ni deseo
original, el propio objeto toma la iniciativa de la
reversibilidad, la iniciativa de seducir y de desviar. Aparece
otro encadenamiento determinante, ya no el del orden simbólico (o
sea, el de un sujeto y un discurso), sino el puramente arbitrario de
una regla del juego. La reversibilidad es el juego del mundo.
El deseo del sujeto ya no está en el centro del mundo, sino en el
destino del objeto.
En
las sociedades capitalistas no todo se resume en la dialéctica del
deseo. Si bien los signos -volviendo a ellos- tienen en su origen
una destinación, también tienen un destino. Y el destino de los
signos es ser arrancados a su destinación, desviados, desplazados,
derivados, recuperados, seducidos. Es su destino en cuanto es lo que
siempre les ocurre, es nuestro destino en cuanto es lo que siempre
nos ocurre. Se trata de algo profundamente inmoral. Toda
reversibilidad tiene algo de inmoral procedente de una ironía
superior. Es un tema muy fuerte en todas las mitologías y culturas
diferentes a la nuestra. En nuestros sistemas hemos privilegiado la
irreversibilidad del tiempo, de la producción y la historia. Sin
embargo, sólo es apasionante lo que desmiente este orden -tan
hermoso- de la irreversibilidad del tiempo y la finalidad de las
cosas.
La
trasgresión no es inmoral, muy al contrario. Reconcilia la ley con
lo que ésta prohíbe, es el juego dialéctico del bien y el mal. La
reversibilidad no es una ley, no sustenta un orden simbólico y
tampoco se transgrede así misma, tal como una ceremonia o las reglas
/68/ de un juego. En la reversibilidad, el tiempo no se reconcilia
con su fin, ni el sujeto con su finalidad. No existe Juicio Final
para separar el Bien del Mal y reconciliar las cosas con su esencia.
En
contra de todos los esoterismos piadosos y dialécticos con los que
el sujeto cultiva el principio de su propio fin, hay que descubrir
el Exoterismo [¿quiso decir esoterismo?] radical, reflejo del
Exotismo esencial de Segalen -el del Objeto para el sujeto- y del
cual dice: ""Si el sabor crece en función de la
diferencia, ¿qué hay más sabroso que la oposición de los
irreductibles, el choque de los contrastes eternos?" En contra
de todas las interioridades, hay que despertar esta externalidad,
esta fuerza exterior que, más allá del principio final del sujeto,
erige la reversibilidad fatal del Objeto. Hay que despertar el
principio del Mal.
Es
la única balanza a nuestra situación actual. Pues nuestras
sociedades, a fuerza de sentido, de información y transparencia,
han franqueado el punto límite del éxtasis permanente: el de lo
social (la masa), del cuerpo (la obesidad), del sexo (la
obscenidad), de la violencia (el terror ), de la información (la
simulación). En el fondo, si la era de la trasgresión ha terminado
es porque las mismas cosas han transgredido sus propios límites. Si
ya no podemos reconciliar las cosas con su esencia es porque /69/
han escarnecido y superado su propia definición. Se han hecho
justamente más sociales que lo social (la masa), más gordas que el
gordo (el obeso), más violentas que lo violento (el terror), más
sexuales que el sexo (el porno), más verdaderas que lo verdadero
(la simulación), más bellas que lo bello (la moda).
Ahora
bien, tú, más bello que yo, mueres; tú, más verdadero que yo,
mueres; tú, más real que yo, simulas; y tú, más simulado que yo,
mueres... Así pues, hay que sustituir la teoría crítica por una
teoría fatal que complete esta ironía objetiva del mundo. .
Resulta
muchísimo más extraño ver nuestro universo entregado a la
fatalidad, ya no trascendente, sino inmanente a nuestros propios
procesos, a su superfusión, a su supermultiplicación, inmanente a
nuestra banalidad, que también es la indiferencia de las cosas a su
propio sentido, la indiferencia de los efectos a su propia causa.
Todo esto constituye una situación original, la de un genio
travieso animado por una estrategia silenciosa, ya no la ironía del
sujeto frente aun orden objetivo sino la ironía objetiva de las
cosas atrapadas en su propio juego, ya no el trabajo histórico de
lo negativo sino el trabajo del redoblamiento y de la potenciación,
como se ve en el Witz, equivalente de esta estrategia fatal para el
lenguaje.
El
Witz es para el lenguaje una manera de hacerse más estúpido
de lo que ya es, de escapar a su propia dialéctica y al
encadenamiento del sentido para precipitarse en un proceso de
contigüidad delirante, en la instantaneidad y la contingüidad
pura, en la objectualidad [¿objetualidad?] pura. El genio travieso
del lenguaje consiste en hacerse objeto, allí donde se espera al
sujeto y al sentido. El Witz es la predestinación del
lenguaje al disparate tan pronto como se engancha en su propio
juego. Allí dentro existe una pasión, una pasión de objeto,
que bien podría hacemos redescubrir un poder estético del mundo,
más allá de las peripecias y las pasiones subjetivas.
La
misma banalidad se hace prodigiosa, esta banalidad de la que
Heidegger decía que era la segunda caída del Hombre, tras la del
pecado original. Es la fatalidad del mundo moderno, y si tiene mucho
de prodigio es porque se profundiza hasta constituir un desafío a
la misma realidad.
En
contra de la visión banal (convencional y religiosa) de lo fatal,
hay que imponer una visión fatal de lo banal. En el punto extremo
de esta monotonía, de esta insignificancia, de esta indiferencia de
nuestros sistemas, aparecen secuencias, desarrollos, procesos que ya
no proceden del orden de las causas y los efectos, un desafío
inmanente al propio desarrollo de las cosas. Este desafío no
es religioso ni trascendente y, si contiene una estrategia, no es la
de nadie. Es una reversión inmanente de todas las empresas
racionales de estructuración y poder. Tanto en el comportamiento
social de las masas (su silencio, ese exceso de silencio que en
absoluto es algo pasivo, sino una sobrepuja de silencio y una
estrategia de la indiferencia) como en la excrescencia de la
producción, en la flotación incontrolable de las monedas, en la
relación de los obesos con su propio cuerpo, o incluso en la
monotonía de nuestras existencias -monotonía al segundo nivel
( debida al exceso de sentido, de información y
visibilidad}-, todo ocurre como si allí hubiera una voluntad de
desafío, lo contrario de una servidumbre voluntaria, un genio de la
indiferencia que se opondría victoriosamente a todas las
iniciativas del sentido y la diferencia, pero que no cabría imputar
a ningún grupo, clase o individuos. Algo hace masa, algo se
inscribe en una reversión potencial que se opone a la antigua
dialéctica de las cosas, o, mejor dicho, que no tiene nada que ver
con ella. Lógica silenciosa de la excrescencia, del exceso, de la
desviación por exceso, de una reversibilidad generalizada que mana
de nuestras propias estrategias, de nuestros sistemas en el apogeo
de su eficacia.
Nuestras
estrategias de la historia, del saber del poder, tan hermosas,
se borran por sí mismas. No tanto porque hayan fracasado
(posiblemente han triunfado en exceso), sino porque en su
progresión alcanzan un punto muerto en donde su energía se
invierte y en el que se devoran, dando lugar a una forma pura y
vacía, o enloquecida y extática. Así, lo social, en su extensión
sistemática, crea condiciones fatales a él mismo. Las masas se
sumen en la indiferencia extasiada, en la pornografía de la
información, se sitúan por sí mismas en el corazón del sistema,
en el punto inerte y ciego desde donde lo neutralizan y anulan: la
masa aprovecha la información para desaparecer, la información
aprovecha a la masa para sepultarse en ella; maravillosa astucia de
nuestra historia (del final de nuestra historia) donde los
sociólogos, políticos y masmediáticos sólo ven fuego. La
ciencia, por lo sofisticado de su investigación, aniquila su
objeto: se ve forzada, para sobrevivir, a reproducirlo
artificialmente como modelo de simulación. Es otra revancha del
objeto, que sólo se ofrece simulado al dominio de nuestras
técnicas. Parece que en todas partes el sujeto haya perdido, al
mismo tiempo que su giroscopio y sus referenciales, el control de
las cosas y se vea enfrentado, allí donde daba por supuesta su
continuidad, a una reversión de sus poderes.
El
Objeto y el mundo se han dejado sorprender un instante (un
breve instante en la cosmología general) por el sujeto y por la
ciencia, pero hoy se recuperan violentamente, y se vengan (¡como el
cristal!). Así es la figura de nuestra fatalidad, la de una
desviación objetiva, la de una reversibilidad objetiva del mundo.
El
término fatal no tiene nada de fatalista ni de apocalíptico. Sólo
implica esta metamorfosis de los efectos (y ya no una metafísica de
las causas) en un universo ni determinista ni aleatorio aunque
entregado al encadenamiento de una necesidad más elevada, que lleva
las cosas a un punto de no-retorno en una espiral que ya no es la de
su producción, sino la de su desaparición. Todo lo que se encadena
fuera del sujeto, y por tanto del lado de su desaparición, es
fatal. Todo lo que ya no es una estrategia humana se convierte, por
la misma razón, en una estrategia fatal. Pero en esa fatalidad no
hay trascendencia, y no puede invocarse desde fuera.
Lo
fatal siempre es una anticipación del final en el origen, una
precesión del final que altera el régimen de las causas y los
efectos. Una tentación de pasar al otro lado del final, de superar
ese horizonte, de negar ese estado siempre futuro de las cosas.
Ahora bien, el objeto es siempre un fait accompli. Carece de
finitud y de deseo, porque ya ha alcanzado su fin; en cierta
manera es transfinito. Inaccesible, por tanto, al saber del sujeto,
porque no existe saber de lo que ya posee todo su sentido, y más
que su sentido, y, por consiguiente, no hay utopía porque ya se ha
realizado. En ese punto, el Objeto es un enigma perpetuo para el
sujeto. En ese punto, es fatal.
Si
la complejidad del universo sólo quedara oculta a nuestro saber,
acabaría por ser solucionada. Pero si el universo es un desafío a
las sucesivas soluciones propuestas, entonces no existe la menor
posibilidad ni para las hipótesis más sutiles. Pues también él
se sutil iza hasta el infinito, y se reversibiliza en función de la
ciencia. Reacciona como los virus a los antibióticos, adaptándose
gracias a una astucia superior, sin perder su virulencia. A nuestro
saber le convendría revisar sus objetivos en función de esta
estrategia flexible y antagonista. Pero no hay que confiar en ello,
pues, si bien la ciencia ha fomentado una visión del mundo en
términos de problemas provisionalmente irresolutos pero jamás
irresolubles, el mundo, por su parte, resiste perfectamente a
cualquier solución. Es incluso a ese precio que accede,
irónicamente en cierto modo, a conformarse a las hipótesis.
Pero
¿no es un misterio la aparición de una necesidad diferente ala de
la humano, de una estrategia victoriosa de lo humano y del
sujeto? ¿La irónica fatalidad del objeto convertido en
indescifrable bajo la presión misma de nuestros procedimientos de
dominio y análisis? ¿Tiene algún sentido apostar sobre la
genialidad del Objeto, o bien esta ""estrategia
fatal" no es más que una huida hacia adelante del sujeto, una
denegación de lo real y una inmersión en el éxtasis artificial ?
¿Cómo podría pensar el sujeto en saltar por encima de su sombra,
y caer en el perfecto silencio y destino de las piedras, de los
animales, de las máscaras y los astros, si no sabe deshacerse del
lenguaje y el deseo, ni de su propia imagen, si el propio objeto
sólo llega a serlo cuando es nombrado y deseado por el sujeto?
Hay
algo seguro: si el devenir-objeto del sujeto es absurdo, no es menos
inconsecuente soñar con el devenir-sujeto del objeto. Esto es, sin
embargo, lo que pretenden la ciencia y la conciencia occidental.
Todo el mundo intenta creer en el devenir-sujeto del mundo, y en el
devenir-mundo del sujeto. Tal subjetividad es absolutamente
impensable. El mundo es maravillosamente objetivo, en un sentido
exactamente opuesto al del materialismo y la ciencia. El sujeto
mismo es maravillosamente objetivo, es decir inalienable. A
través del lenguaje y en el espejo de la producción, ¿no está
contándose su propia fábula? Si nada tiene finalidad, todo es
metamorfosis, todo es su propia fábula. No hay otro sentido posible
al "destino del objeto".
Entre
ambos extremos existe una convergencia y una divergencia radical:
del objeto como sistema al Objeto como destino, del objeto como
estructura, como signo estructural, al Objeto como signo puro, como
"cristal". Ya en su configuración cotidiana la obsesión
de los objetos era pasar a través del sujeto, tomar del revés la
dialéctica del sujeto y el objeto. Si la aproximación era la de un
estructuralismo crítico, como lo quería la moda, el hecho de
arrancar los objetos a sus determinaciones habituales (el uso, el
cambio, la función, la equivalencia, la proyección, la
identificación, la alienación) ya era una manera de pasar al otro
lado del espejo. Pero, en fin, el objeto sigue estando obligado a
significar, es el término pasivo de la investigación, no es un
destino, no es un desafío, y lo mejor que puede hacer en esta
coyuntura es ocultarse, como le han dado a entender con tanta
claridad.
Otra
cosa muy distinta es el cristal, el Objeto puro, el acontecimiento
puro, que carece exactamente de origen y de final, y que tal vez hoy
pueda comenzar a contarse. ¿Es posible que comience incluso a
vengarse, después de siglos de servidumbre voluntaria? Todo se
invierte en el enigma de un Objeto dotado también de pasiones y
estrategias originales, un objeto presentido como genio travieso, en
el fondo más travieso y más genial que el sujeto, y oponiéndose
victoriosamente, en una especie de duelo interminable, a las
iniciativas de éste.
Imaginemos
al Objeto bajo forma pasional. Pues el sujeto no posee el monopolio
de la pasión; su terreno reservado seria más bien el de la
acción. El Objeto, en cambio, es pasivo en tanto es el lugar de una
pasión objetiva, seductora y vengativa. Este mundo, al que se ha
querido interpretar y transformar antes que seducir, intenta tal vez
seducirnos, y esta seducción va acompañada, como en el reino
humano, de inteligencia, astucia, desafío y venganza. Lo que hasta
ahora nos lo ha ocultado es que el sujeto ha convertido al mundo en
la metáfora de sus pasiones. Lo ha colonizado todo: lo bestial, lo
mineral, lo astral, lo histórico, lo mental. Pero el objeto no es
metáfora, sino pasión a secas. y posiblemente el sujeto no sea
más que un espejo al que acuden a jugar y reflejarse las pasiones
objetivas.
Si
el objeto nos seduce es fundamentalmente por su indiferencia. El
sujeto siente la pasión de ser libre, autónomo, responsable,
diferente. El Objeto, en cambio, siente la pasión de la
indiferencia. Pasiones diferenciales, enérgicas, éticas y
heroicas: las del sujeto. Pasiones indiferenciales, pasiones
inertes: las del objeto. Pasiones irónicas de astucia, silencio,
conformidad y servidumbre voluntaria, opuestas a las de libertad,
deseo y transgresión, que son las del sujeto. Pasiones implosivas
en contra de pasiones explosivas. Pero sobre todo existe, en el
mismo sujeto, la pasión de ser objeto, de devenir objeto;
deseo enigmático del que apenas hemos evaluado las consecuencias en
todos los terrenos, político, estético, sexual, perdidos como
andamos en la ilusión del sujeto, de su voluntad y su
representación.
El
cristal se venga.
El
campo de las pasiones del alma, que han alimentado la crónica
novelesca y psicológica durante dos o tres siglos, se ha estrechado
singularmente. y también el de las "pulsiones", que sólo
ha alimentado la crónica durante los últimos cincuenta años,
parece amenazado. ¿Qué queda? De todo el abanico de los
movimientos del alma, sólo parecen subsistir dos, aparentemente
contradictorios: la indiferencia y la impaciencia. Se oponen a dos
cualidades tradicionales del alma: una, la indiferencia, se opone a
la apasionada aspiración del alma ala trascendencia; la otra, la
impaciencia, se opone a la tradicional "paciencia del
alma", esa virtud a prueba del mundo. En realidad, ya no
son pasiones del alma, pasiones subjetivas -ni existe un sujeto de
la indiferencia o de la impaciencia-, sino pasiones objetivas.
El
mundo es lo que se hace indiferente, y cuanto más indiferente se
hace, más parece acercarse a un acontecimiento superhumano, a un
fin excepcional, cuyo reflejo está en nuestra impaciencia
multiplicada. No solamente nosotros, sino también la historia y los
acontecimientos, parecemos sometidos a los efectos conjugados de
esta impaciencia y de esta indiferencia.
No
soy yo el indiferente o impaciente. Es el mundo que parece querer
apresurarse, exacerbarse, impacientarse por la lentitud de las
cosas, y él es, al mismo tiempo, el que cae en la indiferencia. Ya
no somos nosotros quienes le damos o no un sentido trascendiéndolo
o reflexionándolo. La indiferencia del mundo a este respecto es
maravillosa, e igualmente la indiferencia de las cosas a nuestro
respecto, y por tanto su pasión por desarrollarse y mezclar sus
apariencias (los Estoicos ya habían hablado muy bien de todo esto).
-
- -
¿POR
QUE LA TEORIA?
Aquí
es donde el lenguaje y la teoría cambian de sentido. En lugar de
jugar como modo de producción, lo hacen como modo de desaparición,
de la misma manera que el Objeto se ha convertido en modo de
desaparición del sujeto. Este juego enigmático ya no es el del
análisis: intenta proteger el enigma del objeto a través del
enigma del discurso.
La
teoría no podría tener como fin reflejar lo real, ni entrar con
él en una relación de negatividad crítica. Este fue el piadoso
deseo de una era perpetuada por las Luces, y es el que, aún hoy,
sigue regulando el estatuto moral del intelectual. Pero esta
dialéctica tan hermosa parece actualmente averiada. ¿De qué sirve
la teoría? Si el mundo apenas es conciliable con el concepto de
realidad que se le impone, está claro que la teoría no está ahí
para reconciliarle, está allí, al contrario, para seducirle, para
arrancar las cosas a su condición, para forzarlas a una
superexistencia incompatible con la de lo real. Y, en verdad,
ella misma paga las consecuencias con una profética
autodestrucción. Si habla de superación de lo económico, no
podría ser ella misma una economía del discurso. Tiene que hacerse
excesiva y sacrificial para hablar de exceso y de sacrificio. Tiene
que hacerse simulación si habla de simulación, y utilizar la misma
estrategia que su objeto. Si habla de seducción, tiene que hacerse
seductora, y utilizar las mismas estratagemas. Si ya no pretende el
discurso de la verdad, tiene que adoptar la forma de un mundo del
que la verdad se ha retirado. Se convierte entonces en su propio
objeto.
El
estatuto de la teoría sólo podría ser el de un desafío a lo
real. O, mejor dicho, su relación es la de un desafío respectivo.
Pues también lo real no es, sin duda, más que un desafío ala
teoría. No un estado objetivo de las cosas, sino un límite radical
del análisis, más allá del cual ya nada le obedece o del cual ya
no tiene nada que decir. Pero también la teoría sólo está hecha
para desobedecer a lo real, y constituye su límite inaccesible.
lrreconciliación de la teoría y de lo real, corolario de la
irreconciliación del sujeto y sus propios fines. Todos los intentos
de reconciliación son engañosos y están condenados al fracaso.
La
teoría no puede contentarse con describir y analizar, es
preciso que constituya un acontecimiento en el universo que
describe. Para eso es necesario que entre en su misma lógica y que
sea su aceleración. Debe desprenderse de toda referencia y
enorgullecerse únicamente del futuro. Tiene que operar sobre el
tiempo, al precio de una deliberada distorsión de la verdad actual.
En ello debe seguir el modelo de la historia. Esta ya ha arrancado
las cosas a su naturaleza ya su origen mítico para arrojarlas al
tiempo. Hoy tiene que arrancarlas a su historia ya su fin para
recuperar su enigma, su recorrido reversible, su destino.
La
misma teoría debe anticiparse a su propio destino. Debe prever
cualquier pensamiento de los extraños mañanas. De todos modos,
está condenada a ser desviada, desorientada, manipulada. Por
consiguiente, es mejor que sea ella misma la que se desvía, que se
desvíe de ella misma. Si busca unos cuantos efectos de verdad,
tiene que eclipsarlos con su propio movimiento. La escritura está
hecha para eso. Si el pensamiento con su misma escritura no anticipa
esta desviación, el mundo se encargará de hacerlo mediante la
vulgarización, el espectáculo o la repetición. Si la verdad no se
oculta por sí misma, el mundo se encargará de escamotearla bajo
las formas más diversas, por una especie de ironía objetiva o de
venganza.
Una
vez más, ¿de qué sirve decir que el mundo es
extático, que el mundo es irónico, que el mundo es objetivo? Lo
es, y basta. ¿De qué sirve decir que no lo es? De todos modos, lo
es. La teoría puede desafiarle a serlo más: más objetivo, más
irónico, más seductor, más real o más irreal, ¿qué sé yo?
Sólo tiene sentido en este exorcismo. La distancia que toma ya no
es la del retroceso, sino la del exorcismo. Así adquiere fuerza de
signo fatal, más inexorable aún que la realidad, y, por
consiguiente, es posible que nos proteja de esta realidad inexorable
y de esta objetividad del mundo, de esta brillantez del mundo que,
si fuéramos lúcidos, tendría que irritarnos por su indiferencia.
Seamos
estoicos: si el mundo es fatal, seamos más fatales que él. Si es
indiferente, seamos más indiferentes que él. Hay que vencer al
mundo y seducirle con una indiferencia por lo menos equivalente a la
suya.
Por
tanto, en contra de la aceleración de las redes y los circuitos
buscará la lentitud, la inercia. En el mismo movimiento, sin
embargo, buscará también algo más rápido que la comunicación:
el desafío, el duelo. A un lado la inercia y el silencio, al otro
el desafío y el duelo. Lo fatal, lo obsceno, lo reversible, lo
simbólico no son conceptos, ya que nada diferencia la
hipótesis de la aserción: la enunciación de lo fatal también es
fatal, o no es. En este sentido, es un discurso cuya verdad se ha
retirado (de la misma manera que se retira una silla debajo de
alguien que se dispone a sentarse).
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¿Y
si la realidad se disolviera bajo nuestros ojos? No en la nada, sino
en lo más real que lo real (¿el triunfo de los simulacros?). ¿Si
el universo moderno de la comunicación, de la hipercomunicación,
nos hubiera sumido no en lo insensato, sino en una enorme
saturación de sentido, consumiéndose con su éxito; sin juego, sin
secreto, sin distancia? ¿Si toda publicidad fuera la apología no
de un producto, sino de la publicidad? ¿Si la información no
remitiera ya aun acontecimiento , sino a la promoción de la propia
información como acontecimiento ? ¿Si la Historia no fuera más
que una memoria sin pasado, acumulativa a instantánea? ¿Si nuestra
sociedad ya no fuera la del "espectáculo", como se decía
en el 68, sino, más cínicamente, la de la ceremonia? ¿ Si la
política no fuera más que un continente cada vez más periclitado,
sustituido por el vértigo del terrorismo, de la toma de rehenes
generalizada, es decir, la figura misma del intercambio imposible? ¿Si toda esta mutación no dependiera, como creen
algunos, de una manipulación de los sujetos y las opiniones, sino
de una lógica sin sujeto en la que la opinión se desvanecería en
la fascinación? ¿Si la pornografía significara el fin de lo
sexual como tal, a partir del momento en que lo sexual, bajo la
forma de lo obsceno, lo ha invadido todo? ¿Si la seducción
sucediera al deseo y al amor, es decir, también allí el reino del
objeto al del sujeto? ¿Si de repente la estrategia sustituyera ala
psicología? ¿Si ya no se tratara de oponer la verdad a la
ilusión, sino de percibir la ilusión generalizada como más
verdadero que lo verdadero? ¿Si ya no hubiera otro comportamiento
posible que el de aprender, irónicamente, a desaparecer? ¿Si ya no
hubieran más fracturas, líneas de fuga y rupturas, sino una
superficie plena y continua, sin profundidad, ininterrumpida? ¿Y si
todo ello no fuera entusiasmante ni desesperante, sino fatal? (*)
(*)
Fuente: Jean
Baudrillard, El otro por sí mismo. Anagrama, Barcelona,
1997.
(Ed.
Original: L’autre par lui-même (Habilitation), Éditions Galilée,
París, 1987)
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