1. El
pintor del rey cumple los encargos. Los tapices reales
necesitan nuevas imágenes. Imágenes de fiestas, de
serenos descansos cortesanos o de atrayentes costumbres
populares. El artista, mantenido por el oro del tesoro
monárquico, plasma un cielo, de azul apacible, y cubierto
en buena parte por una nube de una suave blancura
que, luego, adquiere un plácido marrón uniforme. Sobre
el centro de la nube se recortan unas ramas inclinadas,
que brotan de un árbol de delgado tronco. Bajo
las ramas, dos hombres vestidos a la moda española
del siglo XVIII, extienden sus brazos. Mueven sus
piernas. Bailan junto a dos señoritas. Que también
contonean sus cuerpos al danzar. Alrededor, dos músicos
rasgan sus guitarras. Uno de ellos exhibe una plena
sonrisa; otro, muestra su rostro ladeado, pero el
abultamiento de sus mejillas hace presumir que también
un mohín de felicidad salta en sus facciones.
Un elegante joven acompaña la dicha con un batir de
palmas. Muy cerca, detrás de los bailarines,
un militar corteja a una joven, una maja. Las
aguas del Manzanares, un puente y una casa de campo,
se alzan frente a un bosque. A la izquierda, se erige
la Iglesia de San Francisco el Grande, de San Antonio
de la Florida.
La
imagen que hemos descrito palpita en un cartón
para los tapices reales. Un género de pintura
destinada al deleite aristocrático. Pero, tras
el candor festivo y las coloridas escenas amables,
brotan los trazos que componen unos seres grotescos,
convulsos. Que están vestidos con sotanas.
Y gritan. Sus bocas se abren con el frenesí
de un chillido. Son cuatro curas exaltados. Dos ocupan
el centro. El que aúlla en primer plano, exhibe
sus enclenques piernas que la sotana alzada deja desnudas.
Impresiona la desproporción entre su rostro
hinchado y sus extremidades desmirriadas. Otro clérigo
alza sus brazos. Lanza una súplica desgarrada.
El horror domina a las criaturas de sotana porque
regresa la luz. El amanecer no tolera la falsedad
de los seres parasitarios, que pontifican la santidad
y la pureza, mientras que, tras un velo hipócrita,
se entregan a acaparar poder, o a los fervores de
la bebida, la comida y el sexo.
La primera imagen que hemos recreado es un baile de
majos juntos al Manzanares. Es uno de los cartones
para los tapices reales. Una de las pinturas del Goya
público, del pintor de la corte española que
plasma motivos para agradar, entretener o sorprender.
Así ocurre también en El quitasol,
Muchachas cogiendo fruta, El bebedor, El Pelele, La
pradera de San Isidro. Aquí resplandece
la pintura para la complacencia cortesana o el gusto
popular. Es el arte que agrada o conserva. O celebra
el mundo religioso tradicional. Aquí late el Goya
del costumbrismo, que se extiende desde algunos temas
de sus tapices reales hasta sus dibujos consagrados
a las corridas de toros en Burdeos, sobre el final
de su vida en el exilio. Pero ese mismo pintor, bien
pago, que agrada y complace, vomitará también
un arte de la crítica feroz de una sociedad
desquiciada, hundida en la ciénaga de la ignorancia,
la superstición y la intolerancia. Es el corazón
de la primera serie de dibujos y grabados célebres:
Los caprichos, en 1799. Entre las estampas,
se encuentra Ya es hora, el capricho 30, la
imagen que hemos recreado luego del tapiz real; es
el Goya que lanza el hiriente aguijón de sus
dibujos contra la hipocresía clerical y la
corrupción social.
Dentro de sus Caprichos, uno es especialmente
emblemático. Un hombre duerme, mientras
detrás agitan sus negras alas unos murciélagos.
El durmiente reclina su cabeza sobre un pilar, cuya
cara frontal exhibe la inscripción: "el
sueño de la razón produce monstruos".
La interpretación habitual es que el culto
exaltado de lo racional provoca una monstruosa vida
deformada y empobrecida. La razón es paradójica
y, lejos de iluminar y elevar, libera las alas de
nocturnas criaturas de la infelicidad, que asolan
al hombre. Esta interpretación piensa a un
Goya como denostador de la razón. Pero, lejos de
ser un destructor de lo racional, Goya fue una mente
ilustrada donde la razón es la principal lámpara
para iluminar y entender lo real. Y liberar al hombre.
Lo monstruoso no es creado por la razón, sino
que, por el contrario, la noche irracional vuela libre
con su proximidad opresiva, cuando la razón
y la conciencia duermen.
En
1820, España ya acumulaba seis años de la Restauración
de Fernando VII. Luego de la fracasada invasión
francesa, cuando se desflecan los estandartes
de Ilustración, Fernando regresó, en 1814.
Y con él, la aristocracia celosa de su poder,
el clero y sus tradiciones sofocantes, la disolución
de la Corte liberal de Cádiz, el repudio de
lo ilustrado. En 1820, Riego encabezó una rebelión
liberal contra la opresiva restauración monárquica.
En esa época, Goya dibujaba las imágenes
que continuaban el espíritu crítico
de los Caprichos originales de 1799. Uno de
esos dibujos se titula Divina razón, no
dejes ninguno. Una mujer, de estirpe clásica,
porta una corona de laurel, y aferra un látigo
con una de sus manos; con la otra, sostiene la balanza
de la justicia. Con su látigo, fustiga a unos
cuervos. Es el renovado y sagrado ataque de la razón
contra el oscurantismo opresivo de los pájaros
negros, emisarios del poder secular y eclesiástico
que domina y manipula.
En las líneas que siguen, intentaremos exhumar
el movimiento de autodescubrimiento de la razón
como dotada de un corazón no racional. Cuando
la razón se aventura más allá
de sus límites, descubre dentro de sí
la extraña e irreductible osamenta de lo prelógico
relacionado con el mal y el poder creador de la fantasía
y la afloración de una realidad que carece
de leyes, o que posee otras. La razón, en Goya,
satiriza a la España negra, la España retrógrada
y conservadora atenazada por la superstición y
el temor ante el castigo de la Inquisición
o de la autoridad monárquica. Al criticar y
satirizar, la divina razón se adentra dentro
de lo velado mediante una constelación artística
de imágenes, y guía al conocimiento
hacia las fuentes irracionales.
Nuestra idea sobre el arte de Goya la recorreremos
en su amplitud luego de atravesar los diversos oleajes
de su titanismo creador.
2.
En la libertad de unos caprichos.
La
propensión de Goya hacia los fervores demoníacos fue
tal vez condicionada por la honda enfermedad que atravesó
en 1792. No hay documentos fehacientes que aclaren
el tipo particular de afección padecida por el artista.
Pero estuvo postrado y paralítico por mucho tiempo,
y hostigado por perturbadores ruidos que estallaban
dentro de su cabeza. Una secuela perdurable de su
misterioso disturbio fue la sordera. El agudo y desesperante
dolor corporal sumergió posiblemente al pintor
español en silenciosos torbellinos demoníacos.
La enfermedad de Goya fue paralela a un endurecimiento
del absolutismo surgido de las medidas antiliberales
de Floridablanca primero, y Manuel de Godoy después.
En este territorio personal y de decadencia política,
Goya sintió la necesidad de arremeter contra
una realidad opresiva. La detonación acontecerá como
capricho inventivo, como crítica satírica.
El
6 de febrero de 1799 apareció en el Diario
de Madrid un anuncio en la primera página,
donde Goya se manifiestaba persuadido "de que
la censura de los errores y vicios humanos pueden
también ser objeto de la pintura". Así, elegía
criticar "los embustes vulgares, autorizados
por la costumbre, la ignorancia o el interés".
El artista pretendía entonces "exponer
a los ojos formas y actitudes que sólo han existido
hasta ahora en la mente humana, obscurecida y confusa
por la falta de ilustración o acalorada con el desenfreno
de las pasiones". Esta revelación de los equívocos
o falacias humanas estimulaba "la fantasía del
artífice", de un buen artífice imbuido del "título
de inventor y no de copiante servil". Estas declaraciones
precedían a la publicación de la "colección
de estampas de asuntos caprichosos, inventadas y grabadas
al aguafuerte". El artista ya no desenfundaba
su talento por encargo, por un precio. Ahora se expresaba
con una caprichosa e ilustrada libertad, que cristalizaba
una demoledora y satírica crítica de
la realidad social española de su tiempo.
En los primeros días se vendieron 27 colecciones.
Al poco tiempo, las sombras opresivas de la Inquisición
nublaron los dibujos goyescos. Los caprichos fueron
retirados de la circulación pública.
En 1803, Goya entregó las planchas a la Calcografía
real. El camino corriente para evitar la persecución
y la opresión habría sido destruir las
estampas; pero Goya optó por un camino atípico.
La mejor manera de protegerse de una autoridad represora
era entregar las obras en conflicto a esa misma autoridad.
En 1803, Goya entregó entonces los Caprichos
a la Calcografía real. A través de esta
actitud consiguió una pensión para su
hijo.
En
1798, Goya había concebido por primera vez
la idea de publicar sus dibujos inventivos y satíricos.
Aquella serie original se llamaría Sueños;
y su imagen emblemática sería El
sueño de la razón, dibujo que, luego, en
Los caprichos (nombre final de la serie), se
convertiría en el número 43. En los
primeros grabados impera el ataque al clero retratado
bajo las figuras de grotescos duendes; del 27 al 42,
se propagan las Asnerías, una constelación
de mulas y burros como vehículos para satirizar
las convenciones sociales. Una de las fuentes de inspiración
para Goya pudo haber consistido en la Memoria de
la insigne academia asnal, del Doctor Ballesteros,
obra de amplia circulación en Madrid durante
la grave enfermedad de Goya, en 1792. Forner, en El
Asno erudito, habría apelado al burro para
hostigar a sus contrincantes literarios. Luego,
del nº 43, la serie de estampas se concentran
en la brujería y lo sobrenatural.
En
el siglo XVI, los dibujos de Leonardo habían
plasmado una interpretación indisociable entre
imagen y texto. La escritura espejo leonardesca.
En los grabados de Goya el texto se contrae a un "título".
Titular es fijar una idea. El dibujo es su ilustración
imaginativa. La idea del título podría
poseer fuentes múltiples: "citas de textos
satíricos de los ilustrados, frases iniciales
de Proverbios, juegos de palabras de double entrade,
frases de reclamo, referencias a acontecimientos conocidos
y a creencias populares" (1). La intención
satírica brota con energía pulsional
en Aquellos polvos, capricho nº 23. Un
condenado por la inquisición aprieta con desesperación
e impotencia sus manos, agacha su cabeza, de la que
surge un largo gorro cónico. Enfrente, un funcionario
eclesiástico sostiene unas actas donde lee
la sentencia ante el pueblo que se apretuja en derredor
del cabizbajo desdichado. En 1784, unos individuos
fueron procesados por una venta de polvos como elixir
mágico. Los pobres sujetos fueron encarcelados,
luego de ser humillados públicamente y de ser
obligados a portar sus gorros cónicos. La frase
completa del título es Aquellos polvos trajeron
estos lodos. La Inquisición era asimilada
a la superstición y barbarie que pretendía
eliminar. En el orden de la crítica a la hipocresía
eclesiástica, uno de los caprichos más
contundentes es Ya es hora, número 80,
imagen que ya hemos analizado.
La
avidez por los vicios consumados en secreto aparece
también en Nadie nos has visto, capricho
79, donde otros velados clérigos disfrutan
de un dulce vino en una bodega, lejos de toda mirada
pública increpadora. La deformación
de la espiritualidad puede acontecer también
en una palabra vacía, vana y formal. Es lo
que ocurre en Qué pico de oro, capricho
53, donde, en primer plano, un clérigo aprieta
sus manos en muestra de alabanza mientras adora un
loro, que emerge de la oscuridad. El animal que sólo
repite sonidos particulares es símbolo de un
hablar sin sentido, ni sustancia; es la tartamuda
palabra de la escolástica estéril. El
pico de oro lanza palabras altisonantes, de un resplandecer
llamativo, pero que oculta un oscuro desatino.
Más allá de los Caprichos, la mirada devastadora
sobre la decadencia clerical quizá se manifiesta en
Goya de manera velada en la que se estima como su
mejor obra religiosa: La última comunión de San
José de Calasanz. Una obra realizada por encargo
de las Escuelas Pías de Madrid. El rostro del santo
anciano es bañado por una tenue cascada de luz mientras
recibe la ostia de la comunión. Se encuentra arrodillado,
con sus manos entrelazadas en señal de devoción. Una
aureola flota sobre su cabeza. Su actitud y el escenario
eclesiástico, el interior de una iglesia donde otros
también oran arrodillados, sugieren emoción, elevación,
una viva espiritualidad. Sin embargo, toda esta escenificación
sacra contrasta con el demacrado rostro del sacerdote,
aplastado por una apariencia de decrepitud y abatimiento.
Una expresión que nos parece muy distinta a la esperable
luminosidad beatífica que debería surgir de quien
supuestamente comulga profundamente con lo divino.
Regresemos a los Caprichos: en ¿No
hay quien nos desate?, Capricho 75, un
hombre y una mujer están atados y son prisioneros
de un búho con gafas. Alusión satírica
a los matrimonios convenidos, empapados y atados por
el ácido de la hipocresía; alusión
a los vínculos emanados de intereses y cortejos
falaces. El artista concentra aquí su intención
satírica en una degradación del afecto
que promueve relaciones prostibularias y la avidez
por amantes solícitas. Un mundo de la sexualidad
clandestina enlazado en Goya con su frustrado amorío
de alcoba con su amante, la duquesa de Alba.
En
Las Chinchillas, número 50, dos hombres
lucen maniatados, con apretujadas ropas sobre las
cuales se estampan unos escudos de armas. El que está
erecto porta una espada. El otro, yace reclinado.
Una de sus manos se aferra a un rosario. Sobre sus
orejas se aprietan unos candados. Un personaje, con
sus ojos tapados y orejas de burro, alza una cuchara.
Alimenta al individuo de pie y algo tambaleante. Goya
presenta aquí la aristocracia parasitaria que
vive del pueblo dominado que lo nutre. La dependencia
de los cortesanos del sustento popular los despoja
del mérito de la vida que se sostiene a sí
misma; de ahí el aspecto endeble de la aristocracia
satirizada.
El
saber médico de la época también
cae bajo la imaginación satírica de
Goya en De qué moriré?, capricho
40. Una asno, vestido con un frac, muerde el pecho
de un convaleciente. El sabio, el médico-asno,
quiere tener el poder de devolver la salud, que en
realidad arrebata, con su ruda ignorancia asnal.
Los
caprichos goyescos conforman una comedia humana de
la hipocresía, la superstición y la
molicie. La radiografía social que dibuja Goya
exuda ilustración. La ilustración española.
Ya durante el reinado de Carlos III, el conde de Arana,
amigo de Voltaire, había iniciado un esfuerzo por
difundir el ilustrado espíritu galo en tierras españolas.
Nació así una intelligentzia madrileña a la
que estarían vinculadas familias aristocráticas como
los Osuna, los Medinaceli, los Altamira, los Osuna
(para los que Goya realizó, además de
retratos, varias pinturas sobre la temática
de la brujería). Y un pensador esencial para
las aspiraciones ilustradas hispanas: Jovellanos.
Gaspar de Melchor de Jovellanos ejerció en Madrid
como alcalde de Casa y Corte y como miembro activo
de diversas academias y otras instituciones que le
ayudaron en su pertinaz difusión del ideario ilustrado.
Además de la poesía y el teatro, y de sus ensayos
sobre historia, política y economía, se destaca
su Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos
y diversiones públicas (1790), y el Informe
sobre el expediente de la ley agraria (1794); en
estas obras brilla con toda nitidez el deseo ardiente
de una mejora de las costumbres y las instituciones.
Jovellanos
ejerció directa influencia sobre Goya, como también
la obra de Leandro Fernández Moratín, el autor de
El sí de las niñas. En su La comedia nueva,
Moratín atacó al teatro español afectado por lo melodramático,
y lo grotesco e irracional de la España negra. Moratín
deseaba disolver ese espíritu oscuro a través de su
crítica a las supersticiones, y de sus burlas de los
Autos de Fe de la Inquisición. Inspirándose en el
relato de las actas del Auto de Fe de Logroño, de
1610, escribióRelación, donde ensaya
la repulsa de cuño ilustrado frente a la sinrazón
supersticiosa; un rechazo en pos de la claridad lógica
que, paradójicamente, necesitaba de una intensa concentración
en la diatriba de lo sobrenatural, lo oculto y costumbrista.
En torno a Moratín se constituyó así un grupo que
se autodenominaba Acalófilos, los que negaban
la belleza, y amaban lo feo. Sus miembros profesaban
un vivo interés por el conocimiento de las monstruosas
turbulencias irracionales. Este recorrer largamente
con las luces de la razón los escenarios de brujas
y curas para exorcizar su oscurantismo por parte de
Moratín y los Acalófilos influyó
de manera directa en los Caprichos; en ese
universo donde la omnipresencia de los representantes
de la superstición y la ignorancia, es una búsqueda
de superación de un mundo sin libertad ni ilustración.
Los
Caprichos goyescos también denotan la huella
de la revista El Censor, el órgano de
la ilustración española creado por Luis Cañuelo,
quien se nutrió de lo ilustrado convertido
en doctrina durante el reino de Carlos III. Una doctrina
consistente en la práctica mesurada del poder,
un énfasis en el mejoramiento de la administración
institucional, una apertura a principios racionales
y eficaces de gobierno con cierta aura de superación
del clericalismo, del Santo Oficio. El censor
batalló contra la pobreza y la ignorancia de
la superstición. Algunos de sus números
eran excesivamente ilustrados o audaces por lo que
fue censurado en numerosas ocasiones. Su público
estimaba el acento irónico y hasta indignado
y violento contra las rémoras del atraso. Sin
embargo, entre El Censor y los Caprichos
goyescos existía una diferencia crucial. El
Censor, como el pensamiento ilustrado de cuño
francés, creía en la crítica
de la tradición opresiva como antesala de una
imparable pulsión de progreso. La ilustración
era anuncio de una futura emancipación. Una
futura libertad brillaba en los aguijones críticos.
Era la ilustración del optimismo. Pero en Goya,
en los Caprichos, como luego en sus Desastres
de la guerra, lo que prevalece es un ácido
desencanto pesimista...
3.
En los desastres de la guerra.
Y allá, en la línea penumbrosa del ocaso, un fucilazo
aviva la claridad. Pero esta luz no es la que regala
el sol para nutrir la vida. Es la punta incandescente
de las balas que silban y perforan los cuerpos que
el destino pone en su camino. Y los ojos cuyas retinas
antes se inundaban de colores, ahora reciben una fría
pincelada de oscuridad; la sangre que antes corría
plácida por las venas, salpica ahora la piel, acompaña
el chillido de la carne desmembrada. Y los cuerpos
caídos no reciben ya las visitas de la luz y el aire.
Reciben sólo la visita de los cuervos, y los insectos,
el llanto y las lápidas, y los símbolos del violento
enigma del mal.
La guerra trae los arados que labran la calamidad. El artista
mira con valor el salvajismo de la destrucción.
Goya dibuja los acantilados más abruptos del desastre...
En
su primera publicación en 1863, Los desastres
contenían tres grupos de planchas:
las referidas a los horrores de la guerra, las vinculadas
al hambre, y las que apelaban a lo monstruoso y bestial
para denostar la restauración reaccionaría
de Fernando VII. En su composición originaria,
las estampas llevaban por título "fatales
consecuencias, de la sangrienta guerra en España de
Bonaparte y otros caprichos enfáticos en 85
estampas".
La imagen del frontispicio de esta serie de grabados
es un hombre arrodillado, con los brazos abiertos.
Una imagen casi arquetípica en Goya dado que
se repite en varios dibujos y cuadros del período
de 1814 o 23; y, en especial, en La oración
en el huerto, de 1819; en el dibujo Divina
libertad; en la Visión de Santa Liutgarda,
o en la célebre espera viril e indignada de
Los fusilamientos.
En
los Desastres, sobrevuela constante lo bélico
como aniquilamiento de la razón y como caída
humana en la degradación más abyecta.
La brutalidad, como opuesto de la racionalidad, es
despedazamiento de los cuerpos con la rapidez violenta
de un cañón o un fusil. Pero la brutallidad
también mata con un un sereno taladro. Es la
muerte por hambre, como en Si son de otro linaje,
Desastre 61. Allí, unos pobres famélicos
se agrupan en un mortal montículo sobre el
que se sienta un hombre, de rostro demacrado, que
parece implorar ayuda, o esbozar una queja frente
a unos personajes cortesanos, a los indiferentes individuos
de otro linaje.
En Carretadas al cementerio, el cadáver
de una mujer es bajado de un carreta para luego ser
enterrado en un cementerio. En
Las camas de la muerte, Desastre 62,
numerosas víctimas de la inanición yacen
envueltas en espectrales mantos detrás de una
figura arropada en un manto blanco, que acaso sugiere
la misteriosa y lúgubre presencia de la muerte.
La crítica al clero que goza del control de
las masas serviles e ignorantes, irrumpe en Farándulas
de charlatanes, donde un monje arrodillado y con
cabeza de buitre, encabeza una multitud grotesca y
confundida. El clero manipulador, embebido del simbolismo
del mal, la muerte y lo siniestro, se reitera quizá
en la imagen de un enorme buitre que se sostiene sobre
dos gruesas piernas de un carnero que recuerda al
lascivo pan helénico. Rodeado por una muchedumbre, un
campesino arremete con un tridente contra la bestia.
El buitre carnívoro.
En Que se rompa la cuerda, un sacerdote, acaso
el Papa, se sostiene haciendo equilibrio con sus dos
brazos extendidos, sobre una cuerda. Su vivir por
encima del pueblo que se arracima abajo, es frágil.
El título del dibujo alienta el deseo de una
ruptura, que traería la caída del oscurantista
poder clerical y la disipación de su empeño
embrutecedor del pueblo. La promoción eclesiástica
de la ignorancia no sólo controla y domina.
También absorbe la vida del campesino humilde.
Como acontece en Las resultas, Desastres
72, donde un vampiro de imponentes y feroces ojos,
rodeado por otros, clava su pico sobre el pecho de
un hombre abatido. La dominación clerical se
une con el opresivo poder monárquico. En contra
del bien general, sentado sobre una silla, sobre una
negra elevación, un hombre escribe órdenes,
sentencias, disposiciones contra el bienestar colectivo.
Su deforme naturaleza se hace visible mediante una
grotesca e inmensa oreja vampiresca, que flanquea
su rostro absorto en sus medidas opresivas, mientras
atrás se distinguen anónimas presencias
humanas que, en la mayoría de los casos, yacen
genuflexas, abatidas, o cabizbajas.
El
pueblo exterminado por la guerra es vejado por una
esclavitud política y espiritual. Es convertido
en víctima anónima, en el objeto-burro
que sostiene al poder. Pero, en las serie de los
Desastres, el pueblo también consigue una
parcial redención al transformarse en sujeto
heroico; mas su heroicidad no consiste en la búsqueda
de la gloria épica. Es el estallido de un instintivo
salvajismo defensivo. Es lo heroico de la fuerza biológica
desatada. Es el opuesto de la busca de una victoria
militar mediante una calculada estrategia "racional".
Es el vigor de un ataque primario o animal que actúa
con "razón o sin ella", tal como
reza el título de otro Desastre, donde
un hombre del pueblo alza su hacha para luego descargarla
con furia sobre un abatido francés; mientras,
a un lado, otro español sentado a horcajadas
sobre un invasor arrodillado sostiene un puñal antes
de hundirlo, seguramente, en el cuello de su víctima.
La heroicidad salvaje e instintiva de las muchedumbres
es expresada también en la contundente Y
son fieras, Desastre 5; aquí, al tiempo
que carga a su hijo, una mujer humilde clava una lanza
sobre un francés que se desploma, pero que
aún sostiene su espada. Otro invasor orienta
su fusil sobre la multitud soliviantada; y, no muy
lejos, otra mujer alza una roca para emplearla como
improvisada munición contra el fuego enemigo.
La furia popular erupciona con frenesí asimismo
en El populacho, Desastre 28. Aquí, una
mujer y un hombre golpean hasta matarlo a un probable
traidor, un liberal. En el rostro del agresor masculino
se advierte un dejo de goce por la catártica
golpiza. En el siguiente Desastre, el 129,
llamado Se lo merecía, unos campesinos arrastran
a un desdichado semidesnudo; seguramente un afrancesado
ajusticiado por la ira popular.
Una proyección mágica del español agredido que luego
reacciona para atacar decidido es expresada quizá
por el incierto simbolismo de El coloso. Un
gigante proyecta su descomunal estatura casi hasta
la cumbre de la bóveda. Levanta sus puños en
posición de ataque, mientras da la espalda a una estremecida
caravana. N. Glendinning ha sugerido que esta imagen
podría proceder de un poema de J. B. Arriaza, Profecía
del Pirineo, de 1808, donde se exalta el genio
tutelar de España que atraviesa con su inmensa mole
el cielo para enfrentar al ejercito napoleónico. El
hecho de que el gigante avance en dirección opuesta
a la caravana de españoles parecería avalar esta presunción.
Pero la inteligencia artística de Goya supo también
plasmar quizá el sentimiento más demoledor
que genera la guerra en sus víctimas: la impotencia
ante la fatalidad. Se puede reaccionar con valor o
cobardía entre los fuegos asesinos de cañones
y fusiles. Mas no se puede escapar de la inminencia
de la muerte. En la amenaza de la guerra, la vida
desnuda su fragilidad. El hombre es precario. Su arrogante
postura erecta en cualquier instante puede derrumbarse.
El trágico movimiento de la guerra anuncia
que el sujeto es efecto de un destino incontrolable;
es sujeto siempre amenazado por el inminente desmoronamiento
de la verticalidad de la vida. Y así los hombres
se derrumban, ya muertos por la batalla; o se arrodillan
ante la tragedia bélica convertida en implacables
pelotones de fusilamiento. Que aniquilan con precisión
a los hombres arrodillados en No se puede mirar,
Desastre 26. En un extremo de este dibujo, surgen
las bayonetas de los fusiles enderezados hacia sus
víctimas. No se ven a los soldados que sostienen
las armas. Lo que agudiza la impresión del
asesinato de la guerra como acción impersonal,
que dimana de un oscuro destino histórico.
Un español arrodillado aprieta sus manos; otro,
también sostenido sobre sus rodillas, mira
a sus ejecutores; su rostro, sus manos apretujadas,
que oprimen su pecho, exhalan una última súplica
de compasión, una última plegaria. Detrás,
una mujer, cubierto su rostro por una capucha, abraza
a una niña, tal vez su hija. A un costado, otra mujer,
con sus brazos extendidos y caídos, se reclina
hacia atrás, como si hubiera sido alcanzada
por las balas. Y, tras ella, otro arrodillado se cubre
con las manos para no ver la roja perforación
de su pecho que le espera también a él.
La caída ante la navaja de la muerte se repite
en Ya no hay más remedio, Desastres
6, donde un prisionero español, atado a un poste,
con su capucha y con sus ojos envendados, espera la
descarga fulminante de los fusiles franceses. Pero,
tal vez, la más eficaz expresión de
la caída de la verticalidad humana que trae
la guerra es el Desastre 18, Enterrar y
callar. Aquí, un hombre y una mujer aún
están vivos, aún conservan su vital
condición erecta. Pero lloran ante un tétrico
anillo de cadáveres desnudos. Que los rodean.
Es la visión de los derrumbados en la horizontalidad
de la tierra, que pronto se abrirá con la boca
negra de su tumba. Esto ocurre en el Desastre
27, Caridad, donde un grupo de hombres desnudos,
sin vida, son arrojados compasivamente a una fría
y negra grieta-sepulcro. Ante la vista de los muertos,
lo único que queda es callar. Es la impotencia
de la palabra para explicar o consolar. La incapacidad
de la razón para suprimir con el razonamiento
la vida despedazada.
La
recreación artística de la guerra por
Goya, posee un antecedente y una continuación
especialmente relevantes en la historia del arte.
El genio español conocía los famosos grabados
de Jacques Callot, Las grandes miserias de la
guerra, realizado en 1633, e inspirado en la
guerra de la invasión de la Lorena por el ejército
de Luis XIII. Callot presentaba al hombre pequeño en
el paisaje, para expresar su sometimiento a un destino
incomprensible. En sus grabados, a diferencia de los
desgarrados primeros planos de furia y destrucción de
Goya, la violencia solía acontecer en la distancia.
La continuación de la expresión
artística del desastre bélico fue consumada
por Otto Dix, artista expresionista. Dix combatió
en la primera guerra mundial. Permaneció en
el frente durante tres años. A pesar de su ocupación
bélica, dibujó cientos de dibujos que
fueron la matriz para su serie de grabados de 1924,
consagrados a una patética expresión
gráfica de la irracionalidad de la primera guerra
mundial.
El
poder de Goya para expresar la tragedia bélica
es "quizá el tratamiento más notable
y memorable de la guerra en el arte" (2). La
recreación de la devastación no consiste
sólo en la descripción de los horrores
vistos, escuchados o leídos. La guerra en Goya
es binaria, ambivalente. Es un horror localizado en
un patíbulo temporal, en un contexto o momento
histórico puntual. Es lo que ocurre en una
geografía nacional, en un país invadido,
ya lacerado en su integridad. Pero la guerra que mueve
los trazos goyescos no es una contienda determinada,
donde España se desangra y mata. La guerra imaginada
y dibujada por Goya es también fatalidad universal
que sobrevuela la historia como una oscura y sangrienta
nube que derrumba y abate.
4.
Los disparates. y el círculo palpitantes
de las pinturas negras.
La
última serie de grabados emprendidos por Goya
fueron Los disparates, que habría sido
realizada en el período de 1816 a 1823. En
1820, con su salud cada vez más frágil,
se refugió en la Quinta del Sordo. Luego, al
marchar hacia Francia, en 1824, Goya dejó las
planchas de los Disparates, junto al de los
Desastres, en la quinta antes mencionada. Los
Disparates pasarían por varias peripecias
hasta que, finalmente, en 1862, fueron compradas por
la Academia de Bellas Artes de San Fernando.
En
un principio, las estampas recibieron diversos nombres:
Proverbios, Caprichos, Caprichos fantásticos,
Sueños. Luego se descubrieron documentos
donde Goya había consignado los títulos
de las estampas que comenzaban siempre con la denominación
de Disparates: Disparate femenino, Disparate
volante, Disparate ridículo. Así surgió
el nombre definitivo para la serie. Al comienzo, la
ordenación fue arbitraria. Con posteridad,
se hallaron diversas numeraciones manuscritas en pruebas
de estado. La numeración llegaba hasta el 25.
La nº 18 fue tal vez el frontispicio d e la serie.
Se trata de una imagen donde Goya, convertido en fantasma,
abandona su cuerpo. El orden definitivo de las estampas,
aún continúa indefinido. Sin dudas,
lo esencial es la interpretación de las disparatadas
imágenes. El corpus interpretativo de
estos grabados goyescos es variopinto. La indeterminación
de la serie alimenta la profusión de las interpretaciones.
La hermenéutica de los Disparates incluye las
visiones que hacen énfasis en la crítica y
satírica de lo social (Yriarte, Araujo, Lefort),
hasta las interpretaciones psicoanalíticas freudianas
que pretenden descubrir sinuosas represiones sexuales
y complejos edípicos. Por su parte, Gómez
de la Serna y Nige Glendinning iniciaron una
interpretación que, tal vez, a nuestro entender,
acierta en el posible sentido profundo de los dibujos
goyescos. La serie de los Disparates se vincularía
con las tradiciones carnavalescas. En el Disparate
1, unas mujeres agitan un manto para hacer saltar
y elevar por las alturas a unos niños. El manteamiento
es una costumbre de carnaval, como las máscaras
y figuras del Disparate desordenado, nº
7; o el gigante de aspecto festivo y risueño, El
bobalicón, Disparate nº 4.
En la numeración de una prueba de estado, la
estampa 14 lleva por nombre Disparate de carnaval.
Dentro de su irreversible condición especulativa,
esta interpretación carnavalesca entrega acaso
una clave fundamental para comprender la imaginación
goyesca, como reveladora de un mundo invertido, surreal,
que emerge tras la ancestral regresión carnavalesca
a lo caótico (3). El carnaval encuentra
una de sus fuentes originarias en las fiestas populares
de la antigüedad. La fiesta dionisíaca, recreada por
Nietzsche en su célebre obra sobre la antigua
Grecia (4), implicaba un regreso a un caos originario,
donde la vida se reinicia, se recrea. Y donde las
jerarquías sociales y las leyes de lo debido y lo
posible se subvierten. En el estado festivo, los amos
se convierten en esclavos, y viceversa; y en este
estado se vive lo antes reprimido, el deseo sexual.
Lo instintivo recobra su espontaneidad y aflora y
fluye libremente. Esta situación excepcional
será, en Occidente, heredada por las saturnales
romanas, y sus posteriores carnavales medievales.
En el carnaval acontece así la irrupción
de lo antes imposible. Se obra una inversión:
lo que antes no podía ser, ahora es; aunque
esta nueva realidad que emerge tras la inversión,
sea para la mirada de la vieja y repetida realidad,
un disparate. La realidad nueva que brota de
una imaginar carnavalesco se advierte con claridad
en el Disparate Modo de volar, en Disparate
volante, o en Disparate ridículo.
En Modo de volar, unos hombres vuelan encorsetados
sus brazos en amplias alas artificiales. Planean mediante
un artefacto volante que recuerda los dibujos-invenciones
de Leonardo de máquinas aéreas, y que
adelanta las extensas alas del hombre pájaro
Otto
Lilienthal (5). En Disparate
volante, un jinete vuela en su caballo de gruesas
colas, y extensas alas que surgen desde sus costados,
y que es rematado por una cabeza esquelética.
El jinete volador recuerda a su antecedente mítico:
el Perseo que monta el caballo volador Pegaso. Especial
significación posee uno de los disparates más
difundidos: El Disparate ridículo. Una familia
luce sentada sobre una gruesa rama convertida en su
nuevo y ridículo hogar. La noción tradicional
de hogar implica intimidad y protección ( y
en algunos casos ostentación, o una manifestación
de creación arquitectónica). Pero, en
este caso, el disparatado hogar surgido de la imaginación
goyesca remite a una existencia expuesta al aire libre,
visible, y suspendida sobre la fragilidad de unas
ramas. Las ropas, las posturas, la silla de sentar,
nos hablan de una familia sencilla; fiel expresión
de la medianía de la vida cotidiana, de la
vida antes ceñida a lo convencional, y que ahora ha
sufrido el impacto y la trasfiguración de una
disparatada inversión goyesca.
Y sobre la pared late el lienzo. La lisura
de la tela, su vacío inicial de colores y figuras,
lentamente se desvanece entre el adhesivo oleaje de
las pinceladas. Entre la mirada del pintor y la pintura
que nace, lentamente crecen y flotan fríos
volúmenes que giran sobre las negras terrazas
de una pesadilla. Las figuras que se despegan de las
oscuras azoteas cobran presencia y crean visiones
de seres extraños, deformes y mágicos. Y las
pinturas ya concluidas exudan la negrura de las pesadillas
de los subsuelos de la imaginación. Son pinturas
negras...
Durante
su estancia en la Quinta del Sordo, Goya habría
pintado su célebre serie de lienzos llamados
pinturas negras. Actualmente se discute su
autenticidad. Algunos suponen que quizá los
inquietantes cuadros fueron pintados por Javier, hijo
de Goya, de un temperamento retraído, quien
habría recibido una pensión real en
1803 a cambio de la entrega a La Calcografía
real de los polémicos Caprichos. Mariano,
nieto del genio de Fuendetodos,
habría urdido un engaño para consumar un provechoso
negocio (6). Aun cuando las pinturas negras fueran
del hijo y no del padre, su significación no
es drásticamente alterada. La descendencia
habría continuado un descenso a galerías
subterráneas y allende al mundo ordenado del
logos.
Las
pinturas fueron ejecutadas al óleo sobre yeso.
Las pinturas viven en un círculo de integrados
latidos.
En una primera palpitación, se suspende en
el aire Atropos, una de las parcas griegas,
que blande la tijera con la que cortará el
hilo de la vida. Atropos flota junto a otros tres
personajes voladores no identificables. Otro latido
inspirado en la mitología clásica es
la célebre imagen de Saturno, Cronos, el dios
hijo de Gea y Urano. Que es advertido por sus padres
de una peligrosa profecía. Uno de sus hijos
le arrebatará el poder. Por ello, para evitar
el vaticinio, que finalmente se cumplirá, Cronos
devora a sus hijos. En la negra pintura goyesca un
Saturno de ojos desorbitados devora uno de los brazos
de su último hijo luego de haber engullido
su cabeza. Otro latido del pintor sordo: Duelo
a garrotazos, tal como fue titulado en el Prado.
Ambos contendientes se hunden en el barro. Aunque
quisieran, no podrían escapar de la violenta
retahíla de golpes. Acaso una velada metáfora
de los hombres que se destruyen entre sí sin
poder escapar de su miseria terrenal. Otro latido:
Asmodea, una de las posibilidades es que se
trata de una versión femenina de Asmodeo, el
demonio bíblico que es derrotado por Tobías,
relacionado a su vez con Aesma Daeva, el genio persa
de la ira, protagonista de El diablo cojuelo,
obra de Vélez de Guevara de 1641. En esta novela el
diablo Cojuelo transporta por el aire a don Cleofás.
El diablo adquiere su versión femenina en la
figura flotante de una corpulenta bruja, arropada
en un manto rojo, que haría volar, por sus
artes mágicas, a don Cleofás que levanta
su dedo índice. Otra interpretación,
en función al título dado a la obra
en el Prado, nos hablaría de dos brujas durante
su vuelo mágico. Los dos soldados apuntan con
sus fusiles, mientras uno de los seres voladores indica
hacia una fortaleza que hace recordar El ataque
a una fortaleza sobre una roca, obra hoy discutida
en su autenticidad (7). Allí, unos seres alados
(como los del Disparate nº 3), asedian
la construcción sobre el promotorio rocoso.
La alusión al mundo de la brujería se
repite en Aquelarre, otro latido de la inspiración
"negra", donde un círculo de brujos
y brujas rodean al diablo, mientras son contemplados
por una mujer vestida de negro, acaso Leocadia Weiss,
amante y resignada testigo de la pesadilla goyesca.
Leocadia permanece sentada sobre una silla. Esta Leocadia
Zorilla Weiss es la que protagoniza la menos "negra"
de las pinturas negras donde ella, o simplemente "una
amante de Goya", como observa Yriarte, aparece
parada junto a una ancha roca coronada por una barandilla.
El líder diabólico de la reunión
es hábilmente representado mediante una figura
ladeada de un macho cabrío, vestido como un
fraile, con un amplio sayal de absoluto negro. La
negrura no es accidente decorativo. El color, el negro,
no es lo que se pinta o se añade a un cuerpo. Es la
manifestación misma del ser diabólico,
como irrupción en el mundo de una inquietante
otredad absoluta.
Otro latido: El perro semihundido, misteriosa imagen
de un solitario animal. rodeado por un paisaje yermo.
Quinto latido: dos hombres leyendo, en el Prado
llamado "la lectura". Personajes de rostros
grotescos que leen una escritura, que es indescifrable
por su condición invisible, oculta. Y otra
palpitación en el círculo de las negras
pinturas: Curiosos, cuyos rostros combinan
una macabra sonrisa, un temblor, una amenaza espectral.
La proximidad de la amenaza adquiere clara visibilidad
en otra palpitación pictórica: Dos
viejos, donde uno de ellos sostiene apaciblemente
un báculo; la leve bondad de su rostro contrasta
con un ser demoníaco que abre, detrás
de su cabeza, su boca de anchos y enrojecidos labios,
como si se aprestara a susurrar en los oídos
del viejo un temible arcano; o como si su intención
fuera hundir sus invisibles dientes en su anciana
víctima. Y muchos seres caminan en peregrinación.
Es otra pulsación de atmósfera sombría,
y rasgos humanos entre grotescos y exaltados: La
romería de San Isidro.
Ya
antes hemos aludido a las dudas sobre la autenticidad
de las pinturas negras. La propensión a lo
grotesco, el tenor predominante sombrío de
las composiciones, parecen muy distintos a su obra
anterior. Pero unos grabados pocos atendidos, las
miniaturas de Goya, posteriores al supuesto período
de la creación de los lienzos de la Quinta
del Sordo, parecieran una continuación del
grotesco facial de las pinturas negras. El 20 de diciembre
de 1825, Goya envío a su amigo Ferrer una carta
donde declara haber realizado unas cuarentas miniaturas
sobre marfil. En estos grabados, como en Tres bebedores,
Mujer anciana y fraile, Hombre comiendo puercos, o
cabeza de niña y mujer rubia, se advierte un conjunto
compositivo de los rostros con claras reminiscencias
de los tenebrosos semblantes de las pinturas negras.
5. Goya ensayó una especial gimnasia de la
crítica racional. El Goya de inspiración
ilustrada deseaba una sociedad libre. Desde esta aspiración,
trazó su crítica satírica sobre
su tiempo de absolutismo político y superstición.
Crítica al clericalismo embrutecedor, y a la
aristocracia parasitaria. Su crítica es pensamiento
cristalizado mediante el lenguaje gráfico del
dibujo. El especial ejercicio de la razón iluminista
en Goya no es apología de una racionalidad
triunfante, sino descubrimiento de un irreductible
centro no racional enquistado en la propia razón
y en todas las arenas de la existencia.
Mediante su sátira de nervio iluminista, Goya
exhuma la osamenta siniestra de una realidad libre
del gobierno racional. Contenidos de lo siniestro
medular son la presencia de lo mágico y misterioso,
de lo extraño alimentado por el mundo nocturno
de la brujería. En esta osamenta brota también
la violencia indescifrable del mal, del desprecio
de lo vivo y de la destrucción de la guerra.
En
Kant, la razón ejerce la crítica como
autocritica, y así descubre una realidad
no cognoscible, fuera de lo racional. En el mundo
del conocimiento posible, en la realidad de la naturaleza
construida por un sujeto racional, la razón
brilla plenamente sin incrustaciones irracionales.
Pero, en Goya, la razón critica la negación
de la libertad en la sociedad de su tiempo histórico.
Y en esta crítica históricamente situada,
la imaginación del artista descubre una indestructible
convulsión no racional dentro de la propia
racionalidad que critica. En este punto, la racionalidad
descubre su contrario dentro de sí. La lucidez
racional desciende así hacia su corazón
siniestro. La verdad de la razón es descubrir
su más peligrosa mentira: su pretensión
de totalidad, su creencia en una exacta correspondencia
entre el concepto racional del hombre y la estructura
del universo. Aquí, el Goya ilustrado deviene
artista romántico. La sátira racional
de la superstición y la sumisión, conduce
al conocimiento de un primario sustrato no racional.
La
racionalidad descubre en sí su opuesto. Pero,
en Goya, este descubrimiento acontece dentro de la
lógica de la creación artística.
La filosofía racional necesita confiar en la
autosuficiencia de la deducción lógica,
en el poder del encadenamiento de las premisas y las
conclusiones. Es este un axioma crucial de todo pensar
racional. Por otro lado, el axioma ineludible de la
creación artística en su máxima
ambición, es la liberación de la imaginación.
La razón se autodescubre como osamenta no racional
en Goya siempre a través de la mediación
de una imaginación liberada. Este es el Goya
de los Caprichos, que ya no quiere crear desde
el encargo sino a través de aquello que favorece
la invención. El dibujo se convierte entonces
en el altar donde se celebra el oficio de una libertad
imaginativa, que recrea y transfigura el mundo conocido
para así expresar satíricamente su verdadero
sentido; y, aún más, para expresar su
trasfondo no lógico. La imaginación
artística crea de esta manera las imágenes
para la denuncia racional de una irracionalidad social
subyacente. Este mismo proceso emerge también
con claridad en Daumier, Ensor, Munch, Grosz, o el
mexicano José Guadalupe Posada.
Honorato
Daumier elaboró una enérgica sátira
política de importante proyección. Gustaba
también de realizar estatuas de yeso que le
servían como modelos para sus personajes satirizados.
Es el celebrado Daumier de El Tren de viaje de
tercera, donde el dibujo expresa el agobio de
la pobreza y la marginación. En La lavandera, una
mujer sube las escaleras del Sena, junto a una niña.
Aquí no hay ninguna preocupación por el detalle, sino
la manifestación de una silueta fuertemente contrastada
con un entorno de tonos luminosos. Esta lavandera
donde prevalece la silueta, el contorno, antes que
una realista representación figurativa, nos hace recordar
la oscura silueta del macho cabrío vestido de fraile
en el aquelarre de las pinturas negras.
La
lucidez racional que emplea la liberación imaginativa
para expresar la médula siniestra se repite en Ensor,
en su apelar a las calaveras y esqueletos para expresar
una humanidad vacía. Una vacuidad que es sugerida
también por las máscaras que pululaban en su negocio
familiar de juguetería y cotillones en Ostende, Bélgica.
La
sátira que descubre lo siniestro como falsedad se
manifiesta asimismo en Munch y su célebre El Grito
o Ansiedad; en Grosz en su Los pilares
de la sociedad; y el mexicano José Guadalupe
Posada que, lo mismo que Ensor, apelaba a las calaveras
y su fuerza expresiva para denostar las miserias de
las ambiciones y falsedades políticas (8).
En Nietzsche, la idea también se alía con una imaginación
narrativo-poética, como en Así hablaba Zaratustra,
para proclamar la ausencia de un orden eterno. Sin embargo,
el vacío provocado por el derrumbe de la ilusión metafísica
que pretendía descubrir leyes racionales de la existencia,
luego es colmado por un nueva ley de alcance universal,
como es el eterno retorno o la voluntad de poderío.
Pero en
Goya, la herida de la razón que se autodescubre en
su origen no racional, siempre permanece abierta.
Nunca es saturada por ningún nuevo sistema generador
de sentido. A través de estas hendiduras, siempre
brota el aura extraña de las pinturas negras, con
su universo de pesadillas, con su hechicerías misteriosas,
y el padre que devora al hijo, o los hombres que combaten
a garrotazos. De esas heridas en la razón, resurge
también sin cansancio la guadaña feroz e inenarrable
de la guerra aniquiladora.
Pero de las heridas siempre abiertas en la razón que
descubre su corazón no racional, surge también, como
antes sugerimos, la intuición de una realidad libre
de una única ley racional. Es el Goya de los Disparates.
El disparate como ruptura que produce la imaginación fantástica
dentro de la naturaleza dominada por la tiránica ley
de la gravedad; o dentro del mundo social acribillado
por sus asfixiantes convenciones que demandan continuidad
y repetición. En la disparatada liberación de la imaginación
de Goya, el hombre puede volar y quebrar la atracción
gravitatoria terrestre al batir unas alas artificiales;
un hombre bicéfalo rompe con el estereotipo natural
del cuerpo humano; una familia vive en una rama violando
y burlándose de la convención de las cuerdas de la
costumbre racional. El disparate es entrever otras
posibilidades de explorar la existencia, una existencia
otra, distinta a lo debido o posible que nace de la
variación de la realidad conocida. El disparate así
no sólo es quebrar una ley necesaria, sino también
mostrar la variabilidad de lo posible, la posible
simultaneidad entre la ley de nuestro mundo natural
y social, y otros posibles y aun desconocidos estados
del ser. Que sólo pueden ser imaginados. Se
vislumbra aquí un Goya protosurrealista, un acto de
imaginación visionaria que entreve nuevos paralelos
horizontes dentro de una suprarealidad, una realidad
que se amplia.
La
realidad que vislumbran los disparates, carece de
una única ley; admite potencialmente una variación
inacabables de nuevas leyes y estados. Así, los disparates
expresan la fibra no siniestra de lo real. Su posible
nervio lúdico, carnavalesco, siempre refundador y
creador.
La
critica racional y satírica, y la imaginación visual
goyesca, descubren el horror, el mal, la destructividad
aniquiladora. La osamenta siniestra de lo irracional.
Pero, y aquí brilla la completa genialidad de Goya,
lo no racional que rasguña la imaginación es también
un núcleo disparatado e inagotable, el ascua incandescente
de un poder que se burla y supera una realidad reducida
a la única ley del mundo físico o la prioritaria ley
de la convención, la costumbre y su repetición.
La
imaginación ahora no colisiona sólo con el desastre
siniestro, sino también con una fuerza creadora inacabable.
Aun al descender a la oscuridad refucila una claridad
aliviadora. En su Asilo de locos, Goya pintó
un recinto atestado por seres torturados, enloquecidos.
La convulsión de las mentes nos impulsa a imaginar
un mundo de agobiante oscuridad. Sin embargo, el recinto
está abierto. Carece de techo. Y la desgarrante
penumbra de la mente es inundada por una resplandeciente
luz que llega desde afuera. Quizá desde más allá de
la noche siniestra. (*)
(*)
Esteban Ierardo, Goya: la razón y la noche;
este ensayo es editado aquí de manera original.
Citas:
(1)
Gwyn A. Williams, Goya y la
revolución imposible, Barcelona, Icaria, p. 53.
(2)
Ibid.,p.201.
(3)
El carnaval es continuación de la fiesta arcaica, donde lo
festivo implica suspensión de las leyes convencionales,
disolución de las jerarquías sociales y restitución de la
fuente de la vida. Una fuente que permite la recreación de lo
vivo. Sobre esta cuestión también puede consultarse Roger
Caillois, El hombre y lo sagrado, Fondo de Cultura
Económica; o El carnaval, ed. Alianza; y, asimismo, el
sentido de lo festivo carnavalesco aflora en la fundamental
obra de Mijail Bajtin, La cultura popular en la edad media
y el Renacimiento, ed. Alianza, donde se examina el
realismo grotesco en la obra de Rabelais, Gargantúa y
Pantagruel, y en el universo campesino medieval y
renacentista.
(4)
Nos referimos a F. Nietzsche, El nacimiento de
la tragedia, Madrid, Ed. Alianza.
(5)
El
primer hombre en volar fue Otto Lilienthal.
Entre 1891 y 1896, el año de su muerte, realizó
aproximadamente 2000 vuelos con sus aeroplanos en los
que, luego de situarse en el centro, balanceaba su
cuerpo a un lado y otro para generar un efecto de
equilibrio y control. Escribió El vuelo de las
aves como base de la aviación, obra que influyó
en los pioneros posteriores, como los hermanos Wright.
En uno de sus vuelos, una ráfaga de aire lo golpeó
violentamente y lo hizo precipitarse desde unos quince
metros. Lilienthal murió al día siguiente a causa de
las heridas sufridas.
(6)
Para el catedrático de Historia
del Arte de la Universidad Complutense, Juan José
Junquera, la paternidad de Goya respecto a las
célebres Pinturas Negras es más que dudosa. Según
su tesis, estas obras no fueron realizadas por Francisco
de Goya, sino por su hijo Javier. Las Pinturas Negras
trascendieron a través de una "estrategia comercial"
orquestada por el nieto del pintor, Mariano. Durante
su vida, Goya no hizo alusión a las Pinturas Negras.
La primera noticia de su existencia es cuarenta años
posterior a su muerte. Por otra parte, la Quinta del
Sordo, donde supuestamente fueron concebidas las obras,
sólo poseía una planta, mientras que algunas de las
pinturas habrían sido pintadas en un piso posterior.
(7)
Algunos suponen que el verdadero autor
de esta obra podría ser Esteban de Luca.
(8)
José Guadalupe Posada (1852-1913), famoso por sus
dibujos y grabados en torno a la muerte. Tránsito
por los trabajos de impresión, la publicidad, las
imágenes históricas y religiosas. La caricatura
política fue su gran pasión. Mediante el dibujo,
la litografía y el grabado (sus grabados se calculan
hoy en 20.000). Su elemento gráfico más expresivo
fueron las calaveras vestidas de gala, donde insinuaba
el vacío del mundo de los ricos, y de los tiranos.
Murió pobre. Sus restos nunca se reclamaron, y luego
de siete años, fueron arrojados en una fosa común,
"en compañía de otras calaveras anónimas".
Su influencia fue importante en José Clemente Orozco,
Diego Rivera, Francisco Díaz de León, o Leopoldo
Méndez.
|
Detalle de
El conjuro
|